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sábado, 26 de septiembre de 2020

EL SILENCIO JAMÁS ES ABSOLUTO

        

Creo en un número incalculable de dioses que moran en el sonido, en la forma, en el color, en la fragancia.

     Ninguna cosa es más importante que otra.

     Yo no deseaba asombrar a nadie, pero ciertas actitudes mías lograron el asombro.

     En vez de aspirar una flor, la acercaba a mi oído y, ante los trémulos discípulos, decía: «Puedo oír el corazón de esta flor como el vuestro. Ella clama por agua como vosotros por la gracia divina, y vuestra voz es pequeña como la voz de esta flor. Dios tendría que acercarnos a su oído como yo acerco esta flor al mío, pero no existe un dios que atienda a estas cosas».

     «En las flores hay una voz misteriosa y fina como la del violín que escuchó mi madre, en Persia, a los nueve años. ¿No la oyen ustedes? Las flores y todos los elementos que componen la naturaleza tienen voces sutiles. El espacio está tejido por estas voces. El silencio jamás es absoluto. En las noches más profundas oímos siempre un murmullo lejano, revelador de una suma de infinitesimales voces: todos los pensamientos que se formulan en el mundo vibran en esas voces. En una piedra podemos oír, si escuchamos con atención, el trayecto del tiempo; en el ruido de la lluvia podemos oír el diálogo vacilante de los primeros hombres; en ciertas plantas podemos oír a las mujeres de la antigüedad elaborar secretos; en el estruendo de las olas que se elevan en los mares podemos oír la aclaración de algunos hechos históricos; ciertas alondras nos traen anuncios del futuro más próximo. Si ustedes no se dignan oír estas voces ¿cómo podría un dios oír las vuestras?».   


  A veces en medio de nuestros diálogos instaba a mis discípulos a cerrar los ojos y a estudiar la oscuridad (éste era uno de nuestros ejercicios diarios). Era penoso al principio. Los ojos cerrados, las moradas de nuestros ojos cerrados eran mundos luminosos donde existían flores, pájaros, rostros, paisajes, objetos imprecisos. Mis discípulos tenían que describir estos mundos, uno por uno, detalladamente. Era difícil, casi imposible precisarlos: se interponían imágenes indefinidamente variadas, y al final intervenía siempre el sueño. En El Libro de la Oscuridad aparecen más de mil láminas detalladas, más de mil formas distintas, que me transmitieron mis discípulos y que yo mismo estudié en largas meditaciones. Todas tienen un significado. Tratábamos vanamente de hacer coincidir las formas que veíamos en cada una de nuestras oscuridades.

     Uno de mis discípulos descubrió en mi mano, al abrir los ojos, una hierba amarilla que nació en los dominios de la oscuridad. Él solo la había visto y la encontró en mi mano. Éste fue tal vez el milagro más involuntario que realicé en mi vida. ¿Por qué no elegí un rostro, o aquel jardín con grutas azules, o aquel océano incendiado, para trasladarlos a este mundo, en vez de aquella hierba minuciosa cuyo origen nadie conocerá?

     Esta planta se llama «Planta dorada». El viento llevará sus semillas al Monte del Líbano y a las sendas que conducen a Damasco. Florecerá en mayo y será invisible durante el día. La buscarán los alquimistas porque puede transmutar los metales.

     He vivido mucho; demasiado. Veré morir a mis discípulos. Un día penetraré en las regiones que se extienden más allá de la vida. Las visitaré antes de morir. Para eso he estudiado.

SILVINA OCAMPO - "Autobiografía de Irene" - (2011)

Imágenes: Luis Toledo

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