Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 18 de julio de 2020

INDIGNO DE SER HUMANO


Mi vida ha estado llena de vergüenza. La verdad es que no tengo la más remota idea de lo que es vivir como un ser humano. Como nací en provincias, en Tohoku, la primera vez que vi un tren ya era bastante mayor. Me dediqué a subir y bajar, una y otra vez, el puente elevado de la estación, sin que se me ocurriera que lo habían construido para cruzar las vías; me parecía que su función era dotar a la estación de un lugar de diversión de tipo occidental. Eso pensé durante mucho tiempo. Me lo pasaba estupendamente subiendo y bajando el puente, que era para mí una diversión de lo más elegante y el mejor servicio que ofrecía la compañía de ferrocarriles. Cuando me enteré de que no era más que un medio para que los viajeros cruzaran al otro lado, mi interés se desvaneció.

   También, cuando de pequeño había visto ilustraciones del metro, pensaba que era un juego la mar de entretenido y no me cabía en la cabeza que sólo sirviera para transportar personas.

   Yo era un niño enfermizo, que con frecuencia debía guardar cama. Cuando me tocaba estar acostado, solía pensar en lo aburridos que eran los estampados de las fundas de los edredones y las almohadas. Hasta los veinte años no supe que estas fundas tenían sólo un uso práctico y me desmoralizó lo sombría que era el alma humana.



   Nunca pasé hambre. No quiero decir con esto que me criara en una familia próspera; no tengo una intención tan estúpida. Me refiero a que nunca conocí la sensación de hambre. Parece una expresión un poco rara, pero aunque tuviera hambre no me daba cuenta. Cuando volvía del colegio, la gente de casa daba por supuesto que tendría mucho apetito. Ya de más mayor, en la escuela secundaria, recuerdo que me ofrecían jalea de soja, bizcocho o pan, organizando un revuelo. Dejándome llevar por mi tendencia a complacer, balbuceaba que tenía hambre y me tragaba diez dulces de jalea de soja, preguntándome sin entender cómo sería la sensación de tener hambre.

   Por supuesto, como bastante; pero no recuerdo haberlo hecho nunca por hambre. Me gusta comer cosas especiales y lujosas. Cuando estoy invitado, me lo como casi todo, aunque me cueste un esfuerzo. En realidad, de pequeño los momentos más duros del día eran las comidas.

   En mi casa, en provincias, toda la familia —éramos unos diez— comía junta, con nuestras mesillas individuales alineadas en dos hileras paralelas frente a frente. Como yo era el último hermano, me tocaba el asiento de menor rango.


   En la semipenumbra de la sala y en silencio total, almorzaban y hacían las demás comidas unas diez personas. Esto siempre me produjo una sensación de frío. Debido a que éramos una familia tradicional de campo, los platos de acompañamiento siempre eran de lo más austero, y no cabía esperar nada especial ni lujoso.

   Con el paso del tiempo, creció mi horror por las horas de las comidas. Sentado en el peor lugar de esa habitación oscura y temblando de frío, empujaba boca adentro un pequeño bocado tras otro mientras me preguntaba por qué las personas tenían que comer tres veces al día.

   Todos comían con la mayor seriedad. Llegué a pensar que era una especie de ceremonia familiar, celebrada tres veces al día: a la hora determinada, nos reuníamos todos en la habitación mal iluminada ante las mesillas alineadas en orden y, con o sin ganas de comer, masticábamos los alimentos en silencio, quizá para apaciguar a los espíritus que pululaban por allí.

   Suele decirse que si no se come, se muere; pero a mis oídos esto suena como una intimidación maligna. Esta superstición —hasta ahora no he dejado de pensar que de eso se trate— siempre me produce inquietud y temor. Si las personas no comen, mueren; y por lo tanto están obligadas a trabajar para comer. Para mí, no había nada que sonase más difícil de entender y más amenazador que esas palabras.
OSAMU DAZAI - "Indigno de ser humano" - (1948)

Imágenes: Miho Hirano

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