Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 3 de octubre de 2019

UN CIGARRILO PARA ACOMPAÑARSE


Se siente solo.

   Piensa que una persona nunca está más sola que cuando no puede dormir.

   La pieza inhóspita que arrienda, en el segundo piso de una casona antigua, acentúa su soledad, sobre todo las paredes desnudas y el techo tan alto. Le dan ganas de fumar. Se acuerda de sus tiempos de fumador empedernido: el Belmont entre los dedos, el carbunclo de la brasa rojeando en la penumbra, el humo gris creando fantasmas en el aire. Qué bien se sentía un cigarrillo para acompañarse, sobre todo a esas horas de la noche en que el insomnio vuelve irreal al mundo. El cigarrillo era el ancla que lo afirmaba a la corporeidad, el cordón umbilical que lo mantenía atado a la nave madre que es la existencia.



   Bebe otro sorbo de té y se imagina sacando el primer cigarrillo, siente el olor de la cajetilla nueva, oye el clic del encendedor, ve el rescoldo humeando en la punta del cilindro y hasta le parece paladear el sabor tibio del humo en la boca.

   Le da un soplido a su mechón blanco.

   ¿Por qué cresta dejó de fumar? Ni siquiera lo tiene tan claro. A veces cree que se trató de un acto suicida, como dejar de comer. Diez meses se iban a cumplir ya desde el momento de su separación, el mismo tiempo que no se fumaba un pucho.

   Pone los pies sobre la mesita de centro.

   Bosteza.



   De súbito, como a través del agujero neblinoso del bostezo, se da cuenta de algo que ya venía intuyendo hacía rato: que extraña más el cigarrillo que a su ex mujer. Eso es, piensa (y casi grita ¡Eureka!), ahí está la madre del cordero, había dejado el cigarrillo justamente para eso —tal vez de manera inconsciente, pero para eso—: para sentir más las ganas de fumar que las de estar con su ex mujer, para añorar más el cigarrillo entre sus dedos que a su ex entre sus brazos. Sobre todo el cigarrillo de las ocasiones especiales: el saboreado después del té, por ejemplo; o el conversado en una rueda de amigos en una noche de cervezas; o el mejor de todos, el cigarrillo poscoito, ese gozado con la mirada aún perdida en las entretelas del placer, mientras la cabeza de ella descansa apoyada en el pecho sudado de él, o viceversa.
HERNÁN RIVERA LETELIER - "La muerte tiene olor a pachulí" - (2016)

Imágenes: Katharina Jung

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