Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 19 de septiembre de 2024

MARGARITA Y MIRIAM


Cuando la primera persona llega a la Luna, Miriam tiene nueve años. Cada día, mientras Luis conduce sesenta kilómetros hasta la Estación Espacial y luego trabaja allí, y mientras la hija menor de ambos está en el colegio, Margarita teje ropa para el cuerpo desmedrado de Miriam: pantalones y jerseys de una lana suave que se ajusten a unas medidas inusitadas. La altura de Miriam se estabiliza en torno a un metro cuarenta, sus brazos y piernas son delgadísimos. Margarita le prepara el puré y se lo da tres veces al día sosteniéndola en brazos. Usa pañales de tela porque los sintéticos dañan la piel de la niña. En la casa hay una pila de las antiguas donde lava esos pañales. Para el resto de tareas domésticas y para poder salir de casa, Margarita cuenta con la ayuda de otra mujer, de modo que sí, es preciso recordar ahora. Recordar, con mayúscula, a todas las personas que, como Margarita Durán, tuvieron o tienen familiares con parálisis cerebral y otros problemas graves y ni pueden pagar el salario de nadie para que las ayude ni cuentan con centros públicos en los que apoyarse. Recordar que un país donde no hay apoyo real para la dependencia es un país indigno. Recordar que los cuidados desgastan los cuerpos y recordar a todas las personas a quienes no se les ha permitido elegir si querrían hacerlos, sino que la necesidad económica, y/o la violencia, les ha obligado a ello.



   Junto con la tarea de cuidar, lo que Margarita hace es querer a Miriam. Ver a Margarita sentada junto a la niña en el sofá donde pasa los días no es verla de guardia ni matando el tiempo: es verlas juntas. Suele ponerle música, conoce los gustos de Miriam. Cómo la niña se ríe muchísimo, por ejemplo, con el estribillo de una canción de María Dolores Pradera, «No me amenaces», en el punto en que la letra repite: «Y te vas, y te vas, y te vas… y no te has ido». Aquellas personas que vienen de visita y tratan a Miriam como a un objeto, poco a poco dejan de venir. En cambio, las que saben que Miriam es una persona, como lo sabe Eduardo, el hermano menor de Margarita, su amiga Coro y otras, o el padre Llanos, o el sacerdote y teólogo José María Díez-Alegría, nunca dejan de hacerlo.

BELÉN GOPEGUI - "Ella pisó la Luna" - (2019)


Imágenes: Wassily Kandinsky

martes, 17 de septiembre de 2024

SOLO SATÁN SEDUCE COMO ESE HOMBRE


 Ya me esperaba que se marchase el día menos pensado. Nunca lo he olvidado. Nuestra relación se parecía a una tormenta permanente, pero cada remanso justificaba haber atravesado la tempestad. Acabé por darme cuenta de que también me gustaba la tempestad. Él no frecuentaba mucho los ambientes artísticos ni literarios argentinos. Desde luego, algunas veces, cuando no tenía elección, se dejaba ver. Tenía pocos amigos. Admiraba la obra de Borges; pero sus amigos más íntimos eran Gombrowicz y Sabato. Creo que se acostó con todas las mujeres hermosas de la intelligentsia porteña, y con las feas también. Estoy convencida de que se acostó con Victoria Ocampo, pero también con Silvina Ocampo, quizá con las dos hermanas a la vez. Era un ermitaño muy paradójico. No andaba por los lugares donde había que estar. Pero cada vez que aparecía, ejercía como quien no quiere la cosa, sin forzarlo, dando la impresión de que le molestase o le irritase aquel efecto de su presencia del que parecía excusarse con todo su ser, con un encanto espiritual; un encanto no solamente físico, sino espiritual, incluso diría mental si eso significara algo.



Sin embargo, no era muy hablador. No se volvía el centro de atención. No pretendía deslumbrar por su mente y desconfiaba de todos los artificios retóricos, de todas las maneras, de todas las seducciones de la inteligencia. Y, no obstante, seducía. Era un astro negro, pero nadie brillaba más que él. No creo que todo aquello tuviera que ver con la atracción del misterio. No solamente, en todo caso. Esta explicación psicológica sería demasiado simple. Había otra cosa más profunda. Un día oí a una amiga de mi madre decir, mientras lo observaba con deseo y horror: Solo Satán seduce como ese hombre.

MOHAMED MBOUGAR SARR - "La más recóndita memoria de los hombres" - (2022)


Imágenes: Ritchelly Oliveira

domingo, 15 de septiembre de 2024

NO SABEN NI QUÉ MIRAN, NI LO QUE ESTÁN VIENDO

 


Una ligera cuesta de asfalto lleva al pabellón en que me alojo. En lo alto se encuentra el edificio gris de piedra que acoge a las ancianas católicas que padecen demencia senil. Delante tiene un jardincito rodeado de setos. Las viejas pálidas y blancas que otean hacia fuera por las estrechas ventanas tienen dos mil años. No saben ni qué miran, ni lo que están viendo. ¿Piensan acaso en los días felices, cuando posaban para una foto con su prometido apoyadas en un velador presidido por un jarrón de porcelana decorado con angelotes alados; en los días en que su marido era el único hombre de sus vidas y paseaban por el parque con un bastón, en los días en que se hablaban a gritos pero de todas formas sin oírse; en un viaje en barco que hicieron a los puertos del Mediterráneo? Me dan mis medicamentos. Me duermen. Mis amigos vienen a visitarme. Algunos me traen flores y otros, fruta. Ellos luego regresan a la vida de la ciudad. Yo, a la soledad infinita del hospital. Las noches llegan muy pronto a los hospitales. Y no hay forma de que acaben. El sol no termina de salir. La premura del anochecer en los días de invierno hace que la oscuridad tome los pasillos del hospital justo después de mediodía. Comemos platos insípidos. La verdura, la carne, la fruta, todo sabe igual (a nada). Las luces son mortecinas, iluminan tan poco como si fueran velas. Sin ser apacibles como las velas. Me esfuerzo por sumergirme en un sueño profundo. Nada. El sueño tarda en llegar, en permitir que me olvide de mí misma. Me parece recordar cómo caí en el útero materno. ¿Será un efecto de las medicinas? Luego me vence un duermevela como el del útero materno, pasajero, inquieto. Cada noche, mi puerta se abre. Y ahí me enfrento de nuevo al terror. Me arranca del sueño en el que me he refugiado a duras penas.



   —¡Déjame tranquila! ¡Me aterras, tengo miedo!

   La chica deficiente que duerme en una de las habitaciones al final del pasillo, cubierta de pelo por todas partes, entre ser humano y bestia, que no habla, que no oye, que emite extraños jadeos, vuelve a mi habitación, se acerca a mi cama. Lo hace todas las noches. Se ve que le gusto.

   Veo todos los sufrimientos que he vivido a lo largo de cinco años en una película de dos horas. Yo también me esforcé en los hospitales en demostrar a los enfermos cómo hacer para salvarse, en explicarles que era una etapa transitoria. ¿Quiénes escaparon? No lo sé. Ahora yo soy libre. Uso la palabra «libertad» sólo en el sentido de no estar encerrada bajo llave, con cerrojos. Me he encontrado cara a cara con la muerte, pero, mira, ahora soy libre. Salgo del cine en una gran ciudad europea. A Süm y a mí nos acoge el aire sereno, hermoso y templado de septiembre. Los bulevares están iluminados. Comparados con el día están bastante desiertos.



   —¿Has alcanzado a comprender lo que ha sufrido tu hermana, aunque sea sólo un poco? Los enfermos, ya lo ves, únicamente pueden curarse llevando una vida cotidiana normal, con su familia, entre gente que no señale sus comportamientos como patológicos. Porque las enfermedades psiquiátricas también son contagiosas. No te las transmiten unos microbios, sino que puede afectarte percibir en lo más hondo la desesperación del otro. Así pues, sálvate si es que tienes fuerzas. Ni medicamentos, ni descargas. La distinción entre salud y enfermedad es tan tenue que puede afligirte sentir de cerca la palidez de un esquizofrénico, su debilidad, su falta de apetito, sus dientes picados, su pérdida de la noción del tiempo desde hace treinta años, oler siquiera el hedor de la esquizofrenia.

   —Pero tú sí estabas enferma, lo mejor era que te encerraran con ellos, que te ingresaran. —Es la respuesta que me da, o algo parecido.

   No se lo voy a explicar. ¿Qué le voy a hacer si hay gente capaz de ver Alguien voló sobre el nido del cuco como una biografía de Napoleón, o un barco blanco de pasajeros que se acerca al muelle, o la nueva moda de otoño de los escaparates? Creo que no conseguiré dormir hoy. La película me ha arrastrado a un extraño estado de sensibilidad. Me tumbo en mi cómoda cama. 

TEZER ÖZLÜ - "Las frías noches de la infancia" - (1980)


Imágenes: Marco Mazzoni

viernes, 13 de septiembre de 2024

ESTA ES LA HISTORIA DE MI ODIO


Esta es la historia de mi odio.

     Otros debieron combatir tiranías, derrumbar imperios, tirotear príncipes incluso, como quien tirotea conejos. Otros debieron combatir reinos que gobernaban la vida de millones. Yo, que soy cobarde en toda norma, sólo me alzo contra la sociedad anónima que rige la mía. Como exigen los tiempos mezquinos que corren, apenas soy capaz de oponerme a que la vida de oficinista me anule. O que me balde más de lo que ya me ha baldado.

     Soy subversivo en mi propia escala. No aspiro a la revolución sino a otra cosa, que ahora mismo sólo entreveo y que se parece a la autoconservación y la delincuencia.

     Me llamo Gabriel Lynch y mis días se agotan en un escritorio de la división de impresiones de un conglomerado de diseño y edición. Tengo un lapicero, una máquina en buen estado, una silla casi cómoda, dos lupas y un muestrario de papeles y tintas que es reemplazado cada seis meses para incluir productos nuevos, aunque esencialmente iguales a los anteriores.



     Explicaré, a modo de esbozo, el escalafón de este reino. Soy supervisor y dependo de un gerente llamado Constantino. Diez técnicos me deben lealtad. Diez supervisores se la debemos a nuestra vez al gerente, último eslabón visible —para los empleados de bajo nivel, como yo— de la cadena de mando.

     Sólo al gerente le está permitido escalar al tercer piso de nuestra torre de oficinas y talleres y respirar el aire de los amos, esos seres pálidos y prácticamente incorpóreos que pueblan las coordinaciones y la presidencia.

     Me obsesionan, debo admitirlo, los amos. He visto o soñado ver sus siluetas en el ascensor, a través del canal de vidrio esmerilado que lo divide del nuestro. He observado el talle y las piernas de sus mujeres por detrás del enrejado del estacionamiento. Por eso solicité la plaza de gerente cuando quedó libre, cuando el sujeto que la ocupaba llegó a ser lo suficientemente pálido y etéreo como para ascender a una coordinación.



     Fracasé. Mis méritos eran pocos. Soy blanco y sospecho que haber llegado a un puesto de supervisión tiene que ver con ello. Pero no parezco, fuera del tono de la piel, uno de los amos: no uso pantalones de pinzas ni me repego el cabello al cráneo con gomina ni provengo de la cosecha de alumnos de los colegios privados que generalmente ascienden por nuestra escala de Jacob hasta lo más alto, como ángeles que son.

     No: yo soy carne de escuela numerada. Me enseñaron humildad y resignación. También me enseñaron unos episodios patrios que eran mentira y unas fórmulas técnicas que no tenían más remedio que ser verdad.

     Tú eres un resentido. Eso me dijo una chica que se acostaba conmigo en la universidad, aburrida de mi interminable plática sobre la estupidez de sus padres y amigos, la imbecilidad de nuestros profesores y nuestra propia e insondable arrogancia.


     Sí: era y soy un resentido. Al menos en eso tenía razón aquella chica, a quien nunca me atreví a decirle que su boca no olía bien ni resultaba agradable su sudor, a la que no le dije que habría hecho mejor adoptando el baño como práctica regular para dejar de asfixiarme durante sus desplantes amorosos.

     Un resentido sólo pide trabajo por dos razones: para que no se lo den y quejarse o para que se lo den y quejarse más. Yo soy de la segunda calaña.

     Algo hay en mí que responde al ideal de autosuperación que cada empresa cacarea a sus esclavos. Prefiero trabajar a no hacerlo; prefiero contar con poco dinero que no contarlo en lo absoluto. Prefiero la ropa barata que los harapos.

     Pero, de cualquier forma, odio.

ANTONIO ORTUÑO - "Recursos humanos" - (2007)


Imágenes: Pep Carrió

miércoles, 11 de septiembre de 2024

LA ÚNICA QUE NO SE ENTERABA DE LOS CHISTES


Loo se había pasado la vida yendo de un sitio para otro. Estaba acostumbrada a dejar cosas atrás. Permanecían instalados en una localidad durante seis meses o un año, y un buen día Loo volvía a casa del colegio y su padre tenía la camioneta cargada, y luego viajaban la noche entera, o dos noches, o semanas —‌alojándose en un motel detrás de otro y durmiendo a veces en la trasera, bajo una vieja piel de oso, con el seguro de las puertas echado—. De pequeña, la aventura le resultaba apetecible, pero según pasaban los años se le fue haciendo cada vez más difícil cambiar de colegio, hacer nuevas amistades, ser siempre la única que no se enteraba de los chistes. Empezó a temer los traslados, pero una parte de ella también los deseaba, porque implicaban que podía cesar en sus intentos de adaptación para limitarse a ocupar el lugar que le correspondía: el asiento del pasajero en la camioneta de su padre, lanzada a toda velocidad por la autopista.



  Solo conservaban algunas pertenencias. El padre llevaba las armas y la caja con las cosas del cuarto de baño pertenecientes a Lily, y Loo agarraba los cepillos de dientes y unos cuantos calcetines limpios; un telescopio corto, de mano, que Hawley le había comprado para que mirase las estrellas; y su planisferio: un mapa circular del tamaño de una bandeja, hecho de plástico y cartón, para localizar las constelaciones. Había pertenecido a su madre. Hawley se lo entregó a Loo cuando la niña cumplió seis años. Cada vez que llegaban a un sitio nuevo, Loo esperaba a que oscureciese, giraba la rueda, fijaba la fecha y la hora, y la carta localizaba a Casiopea, Andrómeda, Tauro y Pegaso. Aunque las calles estuviesen demasiado iluminadas y no dejasen ver más que la Osa Mayor o el Cinturón de Orión, era así como Loo empezaba a sentirse en casa, estuviesen donde estuviesen.



  Tras deshacer el equipaje, su padre compraba ropa nueva para ambos y juguetes nuevos para Loo y cualquier otra cosa que les hiciera falta. Había en ello cierta alegría. Y también en volver a forzar el lomo de un libro que Loo ya había leído tres veces. No se despedía de los vecinos al mudarse, ni de sus profesores, aunque se hubieran portado bien con ella. Tampoco les decía adiós a sus amigos, si los tenía, algo que no solía ocurrir.

HANNAH TINTI - "Las doce balas de Samuel Hawley" - (2017)


Imágenes: Pat Perry

lunes, 9 de septiembre de 2024

NUNCA LE GUSTÓ ENFRENTARSE AL CIELO


A Ludovica nunca le gustó enfrentarse al cielo. Desde niña, ya la atormentaba el horror a los espacios abiertos. Al salir de casa se sentía frágil y vulnerable, como una tortuga a la que le hubieran arrancado el caparazón. De muy pequeña, de seis o siete años, se negaba a ir a la escuela sin la protección de un paraguas negro, enorme, fuera cual fuese el estado del tiempo. Ni la irritación de los padres, ni las bromas crueles de los otros niños la disuadían. Más tarde mejoró. Hasta que ocurrió aquello que ella llamaba «El accidente» y empezó a ver ese pavor primordial como una premonición.

   Después de la muerte de sus padres se fue a vivir a la casa de su hermana. Raramente salía. Ganaba algún dinero dando clases de portugués a adolescentes aburridos. Además de eso, leía, bordaba, tocaba el piano, veía la televisión, cocinaba. Al anochecer, se acercaba a la ventana y miraba la oscuridad como quien se asoma a un abismo. Odete sacudía la cabeza, fastidiada:

   —¿Qué pasa, Ludo? ¿Tienes miedo de caerte entre las estrellas?



   Odete daba clases de inglés y alemán en el liceo. Amaba a su hermana. Evitaba viajar para no dejarla sola. Pasaba las vacaciones en casa. Algunos amigos elogiaban su altruismo. Otros le criticaban la excesiva indulgencia. Ludo no se imaginaba viviendo sola. La inquietaba, sin embargo, haberse convertido en un peso. Pensaba en las dos como gemelas siamesas, prendidas por el ombligo. Ella, paralítica, casi muerta, y la otra, Odete, obligada a arrastrarla por todas partes. Se sintió feliz, se sintió aterrorizada, cuando la hermana se enamoró de un ingeniero de minas. Se llamaba Orlando. Viudo, sin hijos. Había ido a Aveiro a resolver una compleja cuestión de herencias. Angoleño, natural de Catete, vivía entre la capital de Angola y Dundo, pequeña ciudad administrada por la compañía de diamantes para la cual trabajaba. Dos semanas después de haberse conocido por casualidad en una confitería, Orlando le pidió casamiento a Odete. Anticipando un rechazo, conociendo las razones de Odete, insistió en que Ludo fuera a vivir con ellos. Al mes siguiente estaban instalados en un apartamento inmenso, en el último piso de uno de los edificios más lujosos de Luanda. El llamado Edificio de los Envidiados.



   El viaje fue difícil para Ludo. Salió aturdida de la casa, bajo el efecto de calmantes, gimiendo y protestando. Durmió durante todo el vuelo. A la mañana siguiente, se despertó para una rutina semejante a la anterior. Orlando poseía una biblioteca valiosa, millares de títulos en portugués, francés, español, inglés y alemán, entre los cuales estaban casi todos los grandes clásicos de la literatura universal. Ludo dispuso de más libros, aunque de menos tiempo, pues insistió en prescindir de las dos empleadas y la cocinera, ocupándose sola de las tareas domésticas.

JOSÉ EDUARDO AGUALUSA - "Teoría general del olvido" - (2012)


Imágenes: Oliver Jeffers

sábado, 7 de septiembre de 2024

CÓMO HACERSE ESCRITORA


En primer lugar, intenta ser alguna otra cosa, lo que sea. Estrella de cine-astronauta. Estrella de cine-misionera. Estrella de cine-maestra de jardín de infancia. Presidenta del mundo. Fracasa estrepitosamente. Lo mejor es que fracases a edad temprana, a los catorce años, digamos. La desilusión temprana, grave, es necesaria para que a los quince años puedas escribir largas secuencias de haikus sobre el deseo frustrado. Es un estanque, una flor de cerezo, un viento que roza el ala de la alondra que vuela hacia la montaña. Cuenta las sílabas. Enséñaselo a tu madre. Ella es dura y práctica. Tiene un hijo en Vietnam y un marido que quizá tenga una aventura con otra. Es partidaria de vestir de marrón porque disimula las manchas de la piel. Echará una ojeada a lo que has escrito y después te volverá a mirar con cara tan inexpresiva como una rosquilla. Te dirá: «¿Y si vacías el lavaplatos?». Aparta la vista. Echa los tenedores al cajón de los tenedores. Rompe sin querer un vaso de los que regalan en las gasolineras. Ese es el dolor y el sufrimiento que se requiere. Y eso es solo el comienzo.



   En tu clase de Lengua y Literatura del instituto, mira la cara del señor Killian. Llega a la conclusión de que las caras son importantes. Escribe unos tercetos sobre los poros. Esfuérzate. Escribe un soneto. Cuenta las sílabas: nueve, diez, once, trece. Decide experimentar con la ficción. En esto no hay que contar las sílabas. Escribe un cuento corto acerca de una pareja de ancianos que se matan el uno al otro de un tiro por accidente, a consecuencia de una avería inexplicable de una escopeta de caza que una noche aparece misteriosamente en su cuarto de estar. Dáselo al señor Killian como trabajo de fin de curso. Cuando te lo devuelve, ves que ha escrito: «Algunas de tus imágenes están muy bien, pero no tienes sentido del argumento». Cuando estés en casa, en la intimidad de tu dormitorio, escribe a lápiz con letras tenues bajo sus comentarios en tinta negra: «Los argumentos son para los muertos, cara de cráter».



   Coge todos los trabajos de canguro que puedas. Los niños se te dan de maravilla. Te adoran. Les cuentas cuentos sobre viejos que se mueren de manera absurda. Les cantas canciones como Las campanillas azules de Escocia, su favorita. Y cuando están en pijama y han dejado de pellizcarse por fin, cuando están bien dormidos, lees todos los manuales sobre la vida sexual que hay en la casa y te preguntas cómo es posible que alguien pueda hacer esas cosas con alguien a quien ama de verdad. Quédate dormida en una butaca leyendo el Playboy del señor McMurphy. Cuando lleguen los McMurphy, te darán un golpecito en el hombro, mirarán la revista que tienes en las rodillas y sonreirán. Te darán ganas de morirte. Te preguntarán si Tracey se ha tomado su medicina como es debido. Explícales que sí, que se la ha tomado, que le prometiste que le contarías un cuento si se la tomaba como una niña mayor y que al parecer ha dado muy buen resultado.

   —¡Oh, maravilloso! —exclamarán.

   Intenta sonreír con orgullo.

   Matricúlate en la universidad para estudiar psicología infantil.

LORRIE MOORE - "Autoayuda" - (1985)


Imágenes: Glenda León

jueves, 5 de septiembre de 2024

UNA BALA ES UN OBJETO PERFECTO, ESTÉTICO


 Pero los peores no son los que lo incordian con llamadas anónimas o escondiéndose tras un avatar en las redes sociales para insultarlo. Ni siquiera los que se atreven a ir un poco más lejos y le dejan notas amenazadoras en el buzón de casa o en el parabrisas del coche. No, los peores son los que lanzan sus torpedos sabiendo dónde está su línea de flotación: en Samuel. Nada le duele más a Ibarra que abrir al azar cualquier página en internet y encontrarse con las voces anónimas de quienes se esconden tras una falsa identidad para lanzar todo tipo de burlas e insultos contra su hijo. O encontrar en el buzón una fotografía de Samuel con comentarios infamantes a cuento de la enfermedad que padece. «Gnomo», «adefesio», «monstruo»: son algunas de las mofas encarnizadas que provoca su aspecto.

   Samuel es frágil, quebradizo como una cosa construida contra los elementos y la razón. Padece el síndrome de Williams, una mutación genética causada por la falta del cromosoma 7 que le hace tener un rostro peculiar. Aunque eso, su aspecto, es lo de menos; lo peor es que la pérdida de material genético es la causa de su enfermedad psíquica, de sus problemas visuales, dentales y estomacales.



 Pero esa enfermedad terrible es también la causa de su maravilloso oído para la música, aunque a nadie parezca importarle ese don. A través de la música, Samuel es capaz de expresar su estado de ánimo, de comunicarse con el mundo. Un mundo que la mayor parte del tiempo es hermético y ajeno. Si Samuel viviera lo suficiente, podría ser un músico extraordinario… Si viviera lo suficiente. Suena extraño pensar en un concepto como ese. La primera vez que lo operaron, Samuel tenía cuatro años. Acaba de cumplir los veinte y las cicatrices se suceden. No cumplirá los treinta: se apagará muy despacio, o tal vez en un espasmo horrible. Serán el corazón, o los riñones, o el hígado los que provoquen el colapso. Y él, su padre, el héroe, no puede ahorrarle ni un átomo de padecimiento.

   Nadie sospecha lo que Ibarra piensa cuando Samuel se retuerce y sufre, cuando grita y luego se calla para mirarlo fijamente como un animal agotado. A veces, Ibarra imagina que saca a su hijo de la cama para llevarlo al bosque y poner fin al sufrimiento de ambos. Sería rápido. La niebla envolvería el sotobosque, los troncos humedecidos, las piedras alisadas y los pequeños arroyos. Un paseante cualquiera descubriría, días después, sus cuerpos semienterrados entre la hojarasca. Los dos en paz, por fin.



   Ese pensamiento, matar a su propio hijo, le aterra, pero no logra sacudírselo de encima.

   Examina la pistola sobre la mesa, con el cañón vuelto hacia él susurrando promesas de paz y de olvido. La sopesa en la mano derecha, monta la corredera y la deja ir con un chasquido.

    Una bala es un objeto perfecto, estético. Una píldora contra el dolor, un remedio definitivo. Y ahí está, dispuesta, esperando a que se decida. Como cada noche desde hace tres años. Abre la boca y abraza el estremecimiento que provoca el metal al entrar en contacto con la lengua. Muerde el cañón para que no tiemble e inclina la mano que sujeta el arma. Un disparo, un fulgor y el fundido al negro. Sencillo, a condición de no vacilar. Cuando ya no se puede volver atrás, ese instante de duda resulta fatal. Lo ha visto en otros. Es mejor sujetar la muñeca con la otra mano, apretar fuerte y cerrar los ojos para no verlos estallar.



   Contiene la respiración, aprieta los párpados, busca con el índice el gatillo. Presiona —nunca lo suficiente— y retrocede, en una macabra danza que le destroza los nervios. «¡Hazlo de una puta vez!», grita dentro de su cabeza. Y, sin embargo, también esta noche lo vence la imposibilidad. Deja caer la pistola entre las piernas con un grito mudo. Una desesperación sin final. «Cobarde, eres un maldito cobarde».

   Durante muchos minutos permanece postrado, ausente. Luego abre la cajita de madera de sándalo tallada a mano con una representación de la diosa Párvati en la tapa. Un regalo de su esposa, para que guarde sus malas vibraciones. Ibarra sonríe con una mueca desmayada. Las «malas vibraciones». Lo único que guarda en ella son las pastillas de perfenazina y clozapina que toma en secreto. Si sus superiores lo supieran le darían la baja de inmediato.

VÍCTOR DEL ÁRBOL - "La víspera de casi todo" - (2016)


Imágenes: Jaime Sanjuán Ocabo

martes, 3 de septiembre de 2024

PREFERÍA QUE FUESE MUJER

 


Me quedé en paro de sopetón. Cerró la empresa y a la calle.

   En general tengo mala suerte, pero intento buscarle a todo un lado bueno. Pensé que aprovecharía el desempleo para hacer alguna cosa que no hubiese hecho nunca. Algo tenía que haber que un parado sin un céntimo pudiera hacer en Barcelona.

   Recordé que siempre me había gustado perder el tiempo mirando, especialmente a personas desconocidas. Por eso me habría encantado ser psicólogo o escritor, en lugar de dependiente. Aunque seguro que estaría igualmente en paro.

   Decidí que iba a dedicar el día a perseguir a alguien. ¿A quién? Buscaría en una estación de tren. ¿En cuál? En la de Sants, que quedaba lejos de casa. Y allí elegiría a mi víctima (no sé por qué empleé la palabra «víctima»; habría que preguntárselo a un psicólogo o a un escritor). Alguien que estuviera de viaje. Prefería que fuese mujer.

   Llegué a la estación a media mañana. Había desayunado un café con leche y un cruasán, aunque eso no tiene nada que ver con la persecución en sí. Recuerdo que algunas migas se me habían quedado pegadas al jersey, a la altura del pecho, y había tenido que sacudirlas con energía. Me sentía raro. Tenía la convicción de que a los cincuenta y nueve años casi todo lo que debía ocurrirme en la vida me había ocurrido ya. Pero nunca había perseguido a nadie.



   Vi a mi víctima enseguida. Recién bajada de un tren que venía de París. Me gustó la idea de seguir los pasos a una francesa. Los extranjeros siempre me habían gustado.

   Se trataba de una mujer menuda, de edad mediana, vestida con un traje chaqueta beis, el cabello corto teñido de rubio y gafas de miope. Miraba hacia los lados, en busca de la salida, supuse. Esperé a que empezara a moverse. La seguí con la vista hasta que hubo alcanzado el final de las escaleras mecánicas. A pesar de ir bastante cargada, recorrió con ligereza el vestíbulo. Se detuvo ante una cabina y llamó varias veces a algún lugar desde el que no le contestaron. Luego fue hasta la salida y allí, para mi sorpresa, se puso en la cola de los taxis. Me pareció de cobarde renunciar a mis planes ante el primer obstáculo. Subí al taxi siguiente al suyo y dije lo que jamás pensé que fuera a decir: «Siga a ese coche». El taxista me miró divertido y obedeció.

   La condenada perseguida no iba cerca. El taxímetro daba más vueltas que una noria en domingo. Aquella ocurrencia me iba a costar una fortuna. Me entretenía imaginándole a la francesa una vida intensa, exótica, incluso peligrosa.

   Al fin el maldito taxi se detuvo. La cosa tenía gracia, porque no sólo habíamos ido a parar a mi barrio sino también a mi calle.



   La mujer miraba un papelito y lo cotejaba con la numeración de los portales. Quiso el azar que entrara en el 85. La seguí con naturalidad. A fin de cuentas, no había nada extraño en que me metiera en el edificio donde estaba mi casa. Claro que también podía esperar en la calle hasta que volviera a salir, pero prefería conocer el apartamento al que iba. Subí con ella al ascensor. Me sentí valiente, como si para aquella memez hiciera falta algún tipo de valor. El corazón me latía como un energúmeno. La señora me preguntó en perfecto castellano a qué piso iba —tal vez, después de todo, no era francesa, pensé—. Mentí y dije que al último. Ella iba al cuarto. Bajó. Oí desde el ascensor que tocaba un timbre. Por el sonido me pareció el de mi casa. Ante la insistencia, salió una vecina. La francesa que no era francesa le preguntó por Manolo, o sea por mí. Que era muy amiga de una prima mía que vivía en París, en su mismo bloque. Que había telefoneado varias veces antes de presentarse así, sin más, pero no le había contestado nadie. La vecina se ofreció a guardarle la maleta. Le dijo que ahora que estaba en paro, llevaba unos horarios muy poco ordenados y que a saber cuándo volvía.

   Y ahora qué, pensé. Y los pasos me llevaron hasta la estación de Sants. Y el tren que iba a París estaba a punto de salir. Y oye, qué más da ocho que ochenta. Subí. Acabo de llegar a la ciudad donde vive mi víctima.

FLAVIA COMPANY - "Con la soga al cuello" - (2009)


Imágenes: Menja Stevenson