Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 20 de julio de 2023

EL PERRO NO SE SEPARABA DE LA MUJER


La mujer vivía en una quinta desde hacía años. Era viuda. La soledad no le pesaba, se había llevado mal con su marido y nunca pensaba en él.

   Los vecinos cercanos temían por su seguridad, no era sensato vivir tan sola, pero ella no temía. Era una mujer todavía joven, de cuerpo recio, con fuerzas suficientes como para enfrentar una situación desagradable. Además, guardaba en los cajones de un mueble, al alcance de la mano, un revólver que había pertenecido a su marido. Conocía su manejo y lo usaría, llegado el caso. De todos modos, era verdad que la casa estaba aislada y que cualquier intruso podría franquear fácilmente el alambrado cubierto de enredaderas. Alguna vez registró una inquietud: tenía el sueño pesado. Pensó que le vendría bien un perro guardián que la alertara, odiaba las sorpresas.

   Así que compró un cachorro de ovejero alemán: pelaje negro y manchas marrones por encima de los ojos. Lo eligió al primer vistazo entre la camada y se le ocurrió que el perro también la elegía a ella. Sin vacilar decidió su nombre: Topo, no solo porque fue el primero que le vino a la cabeza sino también porque el perro sería lo más opuesto a un topo, una figura visible, audible, vigilando el terreno, olfateando con las narices al aire.

   Cuando el perro creció, fue un animal dócil, de carácter alegre y expansivo, pero ella sabía que la casa se había vuelto inexpugnable a los intrusos.

   El perro no se separaba de la mujer, le seguía los pasos, caminaba con ella por la quinta que un jardinero mantenía en condiciones. La quinta ocupaba media manzana y el jardinero venía cada semana unas horas, cortaba el pasto, podaba los árboles y trataba de convencer a la mujer de plantar algunas flores que a ella la tenían sin cuidado. A pesar de sus visitas frecuentes, el perro jamás lo aceptó. Despedía un olor repugnante y acaparaba la atención de la mujer. En su presencia gruñía, se encrespaba, las patas tiesas, y con una actitud amenazadora mostraba los colmillos.

   Pero no transgredía la pura exhibición de su odio.

   Era suficiente que ella ordenara en voz baja: quieto, para que el perro obedeciera. Se sentaba sobre sus cuartos traseros, aquietaba los labios sobre los dientes, y aunque controlaba al jardinero con ojos desconfiados y se exasperaba cuando lo perdía de vista, no se movía de su sitio. Si se desplazaba un trecho para beber agua, retornaba sumisamente al mismo lugar.



   A ella le agradaba imponerse de esa manera, apenas con un matiz de autoridad en la voz baja, y creía que él dominaba su instinto en un renunciamiento por amor.

   Consciente de la impaciencia del perro, ella se demoraba conversando con el jardinero cuando él terminaba su trabajo. Le ofrecía de beber en la protección de la sombra. Luego lo acompañaba hasta la puerta y lo miraba alejarse calle abajo. Por fin retomaba el sendero hacia la casa, se entretenía extirpando una ortiga en el pasto rasante. Con pasos de una lentitud deliberada volvía hacia el perro que la aguardaba en su sitio, encadenado por un sentimiento más fuerte que la sumisión, pensaba. Al verla, él dejaba escapar un llanto lastimero. Ella le decía: —Ya está. Se fue —y entonces el perro brincaba e iba a su encuentro meneando la cola. Se alzaba en dos patas y se apoyaba en el pecho de la mujer. Ella, riendo, le rascaba la cabeza.

   De noche, cuando la mujer y el perro estaban juntos en la cocina, bastaba el menor rumor, a veces una rama que caía por el viento, otras el remoto olor de una presencia atravesando la calle de tierra, para que el perro, irguiendo las orejas, el pelo erizado, se abalanzara hacia afuera con ladridos terribles. A la mujer la deleitaba esta ferocidad, que se contraponía a su mansedumbre con ella.

   Poco a poco estableció una relación profunda con el perro. Era mejor que una persona, más fácil de tratar. Hablaba con él desde el inicio del día, no largas conversaciones sino frases cortas comentando el tiempo, preguntándole si tenía hambre, si sentía sed, si le gustaba el agua fresca que le renovaba en la escudilla.

   El perro jugaba con un trozo de madera que ella arrojaba lejos, él lo recogía sin cansarse y lo depositaba a sus pies. Comían juntos a la misma hora, a cada bocado de su escudilla levantaba la cabeza y la reconocía con sus dulces ojos color de miel.

   Un día, estaban comiendo, el perro se inmovilizó en tensión por un instante. Lanzó un solo gruñido y se precipitó hacia el fondo de la casa.

   Ella abandonó la mesa y fue tras él. Oyó un barullo de ladridos. Identificó los de su perro, familiares y frenéticos, cubriendo casi a los de una voz aterrada. En un momento, mientras Topo dejaba de ladrar, le llegó un lamento interminable. Alguien sufría con la sorpresa de un dolor repentino y tan intenso que a la mujer le provocó angustia. Corrió hacia el fondo queriendo no oír.



   Bajo la luz sin sombras del mediodía, lo que vio al principio fue solo la confusión de unos cuerpos entreverados. Luego percibió a Topo, su ovejero amable, y le costó reconocerlo. Mantenía aferrado por el hombro a un perro enorme de pelaje gris. Luchaban revolcándose en la tierra. A pesar de su tamaño, el perro gris no podía ganar, se le notaban las costillas, y Topo le había saltado encima de improviso, clavándole los dientes. A cada movimiento de resistencia, el perro desgarraba su herida.

   La mujer lo había visto vagando días atrás por la calle, posiblemente había escarbado debajo del alambrado para entrar por un hueco a ese territorio donde habría creído encontrar un refugio.

   Segura, la mujer ordenó: —¡Topo, soltalo!

   Topo abrió las mandíbulas e instantáneamente calzó los colmillos unos centímetros más alto, buscando acercarse al punto vulnerable de la garganta. El perro vagabundo se defendía con pocas armas, era viejo y estaba mal alimentado. Aulló e intentó morder estirando la cabeza hacia atrás. Rozó el hocico de Topo con una débil dentellada. Las otras cayeron en el vacío.

   La mujer repitió la orden, en esta oportunidad con furia y asombro. Después gritó.

   Por un momento, el perro gris logró avanzar revolcándose. Arrastró a Topo como un peso muerto, salvo por la prisión de los dientes. Lo llevó colgado un trecho hasta que se le aflojaron las patas. Cayó de panza. Agotado por el esfuerzo, sollozó.

   Exasperada, la mujer insistió con un tono apremiante. Pateó a Topo en el costado, pero él no lo advirtió, solo sentía el sabor de esa carne caliente que llenaba su boca entre montones de pelo. Parecía otro, un ser maligno a quien le gustaba la sangre. Había regresado a un lugar que la mujer no conocía, un lugar de salvaje supervivencia, de hambre y búsqueda de alimento donde cada animal extraño debía morir. En ese lugar, la mujer no significaba nada, ni siquiera un estorbo.

GRISELDA GAMBARO - "Los animale salvajes" - (2006)


Imágenes: Elke Vogelsang

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