Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 23 de mayo de 2022

VIOLENTOS CORRECTIVOS AJENOS AL SISTEMA

 


No voy a empezar esta historia contando cómo mataron a mi hija. Ni voy a limitarme a contar lo relativo a mi venganza. Aunque sé que es lo que ahora interesa a todo el mundo, para mí, esa historia de venganza es mucho menos importante que la historia de mi hija. Si todos los libros que leí en mi vida han enseñado a esta mujer que no acabó sus estudios de secundaria hasta los treinta a juntar palabras con cierta armonía, y si al leer estas palabras alguien siente que ha conocido, no a mí ni a mi venganza, sino a mi hija Alegría, entonces leer, estudiar y decidirme a escribir este libro habrán sido decisiones acertadas. Porque el público, los medios, lo que quieren saber ahora es dónde conseguí el arma, cómo planeé matarlos. Me preguntan si era necesario hacerlo delante de tanta gente, si realmente me provoca algún alivio saber que han muerto. Si ha merecido la pena. Se cuestiona qué sería del mundo si otras personas me tomaran como ejemplo, qué pasaría si la sociedad al completo empezara a corromper la justicia recurriendo a violentos correctivos ajenos al sistema. Algunos, los más retorcidos, me preguntan por el olor de la sangre, por el fragor de la estampida. Seguramente acabe respondiendo a todas esas preguntas en estas páginas, pero no pienso empezar por ahí. Porque me niego a que la vida de mi niña quede reducida a mi venganza. O a su muerte, a su asesinato, a lo más horrible que le pasó nunca. Eso es lo peor que se le puede hacer a una víctima, reducirla a algo que nada tiene que ver con ella. Mi hija no fue un cuerpo abandonado en un callejón, por mucho que así la describieran tantas palabras escritas sobre ella. Tantas noticias, tantas imágenes recordándome día tras día, año tras año, que mi hija fue un cuerpo abandonado en un callejón.



Pero mi hija no fue eso. Mi hija fue los mejores diecinueve años de mi vida. Mi hija fue la mariposa más bonita que haya existido nunca. Y eso que, como ella misma me enseñó, existen mariposas en este mundo con tantos colores que ni siquiera tenemos palabras para describirlos. Mi hija fue la dueña de unos hoyuelos que sigo echando de menos cada día, los que aparecieron en sus mejillas la primera vez que me dijo su nombre. Mi hija fue una manita buscando la mía bajo la colcha cuando seguía teniendo pesadillas con lo que nos hizo su padre, fue la dueña de los mechoncitos puntiagudos que formaban sus pestañas mojadas después de llorar. Fue también la niña de la que se enamoró este país gracias al fenómeno viral del vídeo en el que aparecía bailando como Shakira, con cuatro años, mientras comía patatas fritas sobre la barra del Burger King en el que yo trabajaba por aquel entonces. Morirse fue lo menos importante que mi hija hizo en su vida, aun cuando su muerte transformó la vida de tantas personas.



Se supone que somos las madres las que enseñamos a vivir a nuestras hijas, pero a mí fue Alegría la que me enseñó el mundo. La que me hizo verlo de una manera que jamás hubiera imaginado, tan lleno de cambio, de posibilidades, de renacimiento. La que me hizo entender la vida como una constante e interminable transformación. Mi hija solía contar que entendió lo que era la belleza la primera vez que vio emerger una polilla del capullo en el que había entrado un gusano de seda. Lo vio ocurrir en una simple caja de zapatos en la que yo había metido cuatro gusanos que me había regalado una de sus tías del centro de acogida, pero Alegría aseguraba que ser testigo de aquella metamorfosis a quien transformó de verdad fue a ella.

Así era mi hija, capaz de identificar la belleza aunque se manifestara dentro de una vieja caja de cartón. Esa tarde, mientras ella observaba fascinada el milagro de la metamorfosis, señalándome con su dedito la mariposa blanca que extendía sus alas en una esquina de la caja, yo le dije que el verdadero milagro de mi vida era ella. Y, al besar su manita, noté el sabor de las moras que había comido, cogidas del mismo árbol del que arrancábamos las hojas para alimentar a los gusanos, como si ella también fuera una oruga destinada a convertirse en mariposa. Algo que, de alguna manera, acabó haciendo. Y que supone el único final feliz que puedo encontrarle a esta historia que no lo tiene.

PAUL PEN - "La metamorfosis infinita" - (2022)


Imágenes: Lester Lee 


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