Desapegos y otras ocupaciones.

martes, 1 de junio de 2021

PARA PROBAR EL RIESGO

 


Un muro alto cierra el jardín. La cima del muro está recubierta por cascos de vidrio de diversos colores pegados con cemento. Desde aquí, desde donde los veo, me recuerdan dientes. Este feroz artificio no impide que, de vez en cuando, algunos niños salten el muro y roben aguacates, nísperos y papayas. Colocan una tabla en el muro y después levantan el cuerpo. Me parece una tarea demasiado arriesgada para tan escaso provecho. Quizá no lo hagan para probar las frutas. Creo que lo hacen para probar el riesgo. Quizá mañana, el riesgo les sepa a nísperos maduros. Imaginemos que uno de ellos llegue a hacerse zapador. En este país no falta trabajo para los zapadores. Aun ayer vi, en la televisión, un reportaje sobre el proceso de desminado. Un dirigente de una organización no gubernamental lamentó la incertidumbre de los números. Nadie sabe, a ciencia cierta, cuántas minas se enterraron en el suelo de Angola. Entre diez y veinte millones. Probablemente haya más minas que angoleños. Supongamos, pues, que uno de esos niños se haga zapador. Siempre que rastree un campo de minas le vendrá a la boca el remoto sabor de un níspero. Un día se enfrentará a la inevitable pregunta, lanzada, con una mezcla de curiosidad y horror, por un periodista extranjero:

   —¿En qué piensa cuando desactiva una mina?

   Y el niño que todavía lleva dentro responderá

sonriendo:

   —En nísperos, colega.


La vieja Esperança, por su parte, cree que son los muros los que engendran ladrones. Oí que se lo decía a Félix. El albino la miró a la cara, divertido:

   —¡Pero si hay una anarquista en casa! Dentro de poco la sorprendo leyendo a Bakunin.

   Dijo esto y no le prestó más atención. Ella nunca ha leído a Bakunin, claro; de hecho, nunca ha leído libro alguno, apenas si sabe leer. Con todo, estoy aprendiendo muchas cosas de la vida, en general, o sobre la vida en este país, que es la vida en estado de embriaguez, oyéndola hablar a solas, ahora murmurando dulcemente, como quien canta, ahora en voz alta, como quien reprende, mientras arregla la casa. La vieja Esperança está convencida de que no morirá nunca. En 1992 sobrevivió a una masacre. Había ido a casa de un dirigente de la oposición a buscar una carta de su hijo más pequeño, de servicio en Huambo, cuando irrumpió (desde todas partes) un fuerte tiroteo. Insistió en salir de allí, quería regresar a su barrio, pero no la dejaron.

   —Es una locura, vieja, haga como si lloviera. Dentro de poco parará.


   No paró. El tiroteo, como un temporal, fue haciéndose más fuerte, más cerrado, fue creciendo en dirección a la casa. Félix me contó lo que pasó aquella tarde:

   —Llegó una tropa bulliciosa, una pandilla de amotinados bien armados, muy bebidos, entraron en la casa a la fuerza y apalearon a todo el mundo. El comandante quiso saber cómo se llamaba la anciana. Ella le dijo, «Esperança Job Sapalalo, señor», y él se rió. Se burló de ella, «Esperança será la última en morir». Alinearon al dirigente y a su familia en el patio de la casa y los fusilaron. Cuando llegó el turno de la vieja Esperança no quedaban más balas. «Lo que te ha salvado», le gritó el comandante, «ha sido la logística. Nuestro problema siempre es la logística». Después mandó que se fuera. Ahora ella se cree inmune a la muerte. Quizá lo sea.

   No me parece imposible. Esperança Job Sapalalo tiene una fina tela de arrugas en el rostro, el pelo completamente blanco, pero mantiene las carnes duras y los ademanes firmes y precisos. En mi opinión es la columna que sustenta esta casa.

JOSÉ EDUARDO AGUALUSA - "El vendedor de pasados" - (2004)

Imágenes: Louise Richardson

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