Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 19 de junio de 2021

LA TIERRA SUFRÍA UNA PLAGA

 


Aunque las nuevas y jóvenes viudas desfilaban de luto en cantidades extraordinarias y a la vista de todos, ningún dirigente había reconocido todavía que la tierra sufría una plaga. La prensa y la población en general, inmunizadas contra un mundo que se había vuelto loco, tampoco habían caído en la cuenta de que el asunto había empeorado en los últimos tiempos. Las noticias estaban llenas de muerte. Las noticias siempre habían estado llenas de muerte. Las compañías de seguros de vida fueron las primeras que notaron lo que pasaba, y tenían buenos motivos para ello; habían asegurado a millones de personas con índices basados en una esperanza de vida de sesenta y ocho años, pero ahora, en un período de seis meses, la expectativa vital de los hombres casados de Estados Unidos con más de veinte mil dólares invertidos en un seguro de vida había caído a la atroz cifra de cuarenta y siete años.

   —Ha caído hasta los cuarenta y siete años… y sigue cayendo —dijo el director de la American Reliable and Equitable Life and Casualty Company de Connecticut—. El propio director sólo tenía cuarenta y seis años, demasiado poco para dirigir la octava compañía de seguros más importante del país. Era un joven ambicioso, escuálido y sin sentido del humor a quien el director anterior había descrito como «horripilantemente capaz». Se llamaba Millikan.

   El director anterior, al que habían pegado una patada hacia arriba para llevarlo al puesto de presidente de la junta directiva, estaba en ese momento con Millikan en la sala de reuniones de Hartford. Era un caballero viejo y afable, un solterón que se llamaba Breed.

   El doctor Everett, un joven epidemiólogo del Departamento de Salud y Asistencia Social de Estados Unidos, era el tercero de los presentes. El doctor Everett había sido quien dio a la plaga el nombre que finalmente se quedó. La llamó «la epizootia».

   —Cuando dices cuarenta y siete años, ¿es un dato exacto? —preguntó el doctor a Millikan.

   —Me temo que andamos algo cortos de datos exactos en este momento —ironizó Millikan—. Nuestro actuario de seguros se suicidó hace dos días; se lanzó por la ventana de su despacho.

   —¿Un hombre de familia? —dijo el doctor.

   —Por supuesto —respondió el presidente de la junta—. Y gracias a un seguro de vida, su familia goza ahora de todas las ventajas… Sus deudas se han pagado, su esposa tendrá un salario adecuado hasta que muera y sus hijos podrán ir a la universidad sin tener que trabajar para pagarse los estudios. —El viejo caballero lo dijo todo con un sarcasmo pesado y triste—. Los seguros son algo maravilloso; sobre todo cuando han pasado más de dos años desde el momento en que entran en vigor. —Se refería a que, en la mayoría de los casos, las aseguradoras no pagaban por suicido hasta que transcurrían más de dos años desde la firma del contrato—. Todos los hombres de familia deberían tener uno.

   —¿Dejó una nota? —preguntó el doctor Everett.

   —Dejó dos —dijo el presidente—. Una dirigida a nosotros, en la que sugería que lo sustituyéramos por una pitonisa gitana, y una dirigida a su esposa e hijos que decía, sencillamente: «Os amo más que a nada en el mundo. He hecho esto para que podáis disfrutar de todas las cosas que merecéis». —Guiñó un ojo con gesto compungido al doctor Everett, la mayor autoridad del país en la epizootia—. Me atrevería a afirmar que ese tipo de sentimientos te resultan familiares a estas alturas.

KURT VONNEGUT - "Mientras los mortales duermen" - (2011)


Imágenes: Stamatis Laskos

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