Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 4 de junio de 2021

EN LAS CANTINAS

 


Cuando las cantinas ostentaban en los batientes de sus puertas un letrero discriminatorio que prohibía la entrada a las mujeres —además de a menores y uniformados—, el aserrín se esparcía por el piso para absorber todo género de humedades, se acompañaban las bebidas con botanas diferentes para cada día de la semana, se rifaban pollos, se daban toques eléctricos para bajar la borrachera o probar quién carajos es aquí el más macho, y se ofrecían en venta todos los salvaconductos para volver a casa y amortiguar el regaño de la esposa: los discos de Los Panchos, la orquídea natural en su caja de celuloide, la damiana para la potencia sexual.

   La Ópera, como todos los establecimientos de su género, tenía las mesas desnudas, sin mantel, para que pudieran sonar y deslizarse las fichas de dominó. Entonces la elegancia de los sillones de terciopelo, los decorados rococó, el plafón, la seda brocada de los tapices, los candiles de lágrimas, los paisajes de la campiña francesa y la portentosa barra proveniente del antiguo Café Colón contrastaban con la brutalidad de los borrachos, que ocupaban sus lugares desde el mediodía y desde esas horas tan diurnas estaban bebiendo y jugando al dominó, animados por los tríos ambulantes que ahí despachaban sus boleros más sentimentales. En esos tiempos anteriores al ingreso del sexo femenino, La Ópera tenía en la parte de atrás un reservado, al que se entraba por Filomeno Mata, donde podían aposentarse las mujeres, como adelitas urbanas, a esperar el dilatado emborrachamiento de sus hombres.


   Con el levantamiento de la prohibición, algo ciertamente se había modificado en las cantinas, a saber si para bien o para mal. Se había ganado el placer de la compañía femenina en esos antros hasta entonces atrozmente masculinos, la posibilidad de compartir el trago, la plática, la confesión y hasta la euforia con la mujer querida o deseada o ambas cosas. Pero sin duda algo también se había perdido: la confianza, quién lo diría, para hablar precisamente de mujeres sin las distracciones, las reservas, las inhibiciones que su propia presencia imponía. En las cantinas se hablaba de muchos asuntos del corazón pero sobre todo de mujeres: de su belleza, de su gracia, de su condición; se hablaba de los anhelos, los resentimientos, los celos, los deseos, las desilusiones, de todos los estados que la mujer y la pasión de amor provocan, y se hablaba de ellas con pena, con orgullo de conquista, con dolor, con desesperación, con vehemencia, con coraje, sentimientos que se acompañaban, según el caso, con suspiros, risas, muecas obscenas, lágrimas, mocos y siempre con alcohol, con mucho alcohol, compadre, para celebrar o para recordar o para olvidar y mandar todo a la chingada, pinches viejas jijas de su rechingada madre, compadre. Pero con las mujeres ahí, al alcance de la mano y de la palabra, la palabra misma se acalló y las cantinas se morigeraron: blancos manteles afelparon los ruidos de las fichas de dominó, sofocaron sus decibeles las carcajadas y las groserías, se perdieron los pleitos antes de comenzar y el ambiente olió mejor, se hizo más suave y sin duda más inteligente.

GONZALO CELORIO - "Y retiemble en sus centros la tierra" - (1999)

Imágenes: NVM

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.