Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 16 de marzo de 2020

PARA MORIR IGUALES




Se abrió la puerta y a la solemnidad de la ocasión se sumó el entusiasmo de aquella salida inesperada hacia un lugar desconocido. La comitiva, con media docena de monjas y veinte niños aturdidos, avanzaba a paso lento, ante el asombro de los españoles de a pie, que todavía no eran las personas atractivas que han llegado a ser, pero llevaban tanto camino andado, que nosotros debíamos de parecerles traídos del rodaje en blanco y negro de algún documental de la segunda cadena. A nuestro paso había quien se santiguaba, quien se quitaba la gorra o el sombrero, quien contemplaba absorto, parado en medio de la calle, como si acabara de acordarse de algo grave y urgente, una sartén puesta al fuego, un grifo abierto o el resultado de un análisis. Nosotros mirábamos con avidez las aceras, los portales, los escaparates y hasta los semáforos; solo salíamos del internado los domingos, vigilados por las monjas, y nunca más allá del parque que había a la vuelta de la esquina, que se llamaba parque de La Cadena, aunque no había ninguna a la vista, solo castaños de indias y acacias, una pequeña colina para jugar a hazañas bélicas, un aguaducho donde se bebían refrescos, gaseosas y botellines, y un kiosco de prensa, atendido por un sujeto antipático, con mitones y un gorro de lana, al que llamaban don Paquito.



(...) Que se muriera Franco a mí me hizo ilusión porque me gustaban (y aún me gustan) los grandes acontecimientos: explosiones, atentados, guerras y que se mueran presidentes o reyes. Lo pasé estupendamente cuando Carrero Blanco, el almirante, subió a los cielos en su Dodge Dart y las monjas hicieron acopio de provisiones, porque iba a estallar la guerra. Me divertía ver a los mayores ante un gran acontecimiento. Se sentían mejores personas si les conmovía un choque de trenes; más inteligentes, si les preocupaban las consecuencias de la muerte de un jefe de Estado; más humanitarios, si se indignaban ante una hambruna en África. Que pasaran cosas muy gordas, a nosotros nos entretenía y a los mayores les daba la oportunidad de demostrar de qué pasta estaban hechos, así como la de hablar con tono grave e intimidatorio. Desde entonces, siempre he sido partidario de lo que luego se ha llamado la «alarma social»: de no ser por ella, nos desmayaríamos de aburrimiento, porque lo que de verdad hace insufrible la vida, esta vida, no es el dolor ni la desdicha, sino que todos los días haya que volver a hacer la cama. Todos los días, uno detrás de otro.


(...) Éramos niños recelosos y ávidos, que parecíamos recordar de antemano, ya con resentimiento, nuestro porvenir de adultos subalternos y desposeídos. Teníamos «mala índole» y las monjas no permitían que lo olvidáramos nunca.

   Éramos diferentes y lo sabíamos. No teníamos tele, no teníamos padres y muchos ni siquiera teníamos hermanos, en aquella época llena de familias numerosas. Pero dábamos miedo y eso nos enaltecía, ensanchaba nuestro espíritu. Nosotros, de quienes nadie esperaba nada, infundíamos pánico en los chicos de otros colegios, incluso en los de los colegios de pago. ¡Cuidado con los de la Safa!, se advertían unos a otros, y en cuanto saltábamos al terreno de juego, sentíamos su terror como viento en las velas. Nos precedía la ominosa reputación de dar caña, de repartir leña y de jugar sucio. Atizábamos con todas nuestras fuerzas, a la espinilla, donde más duele; regateábamos con los codos hacia afuera, clavándolos en las costillas; y nuestras botas siempre estaban delante de la pierna del que corría, para lanzarlo al suelo de una zancadilla. Podíamos ver el miedo en sus ojos, y aquellos chavales tan atractivos de los marianistas o del Opus se desplomaban entre gritos de dolor, como niños indefensos que llaman a su madre. Nos encantaba. Preferíamos un hueso roto a un gol de cabeza. Parecéis gitanos, lloriqueaban, parecéis salvajes, protestaban, y nosotros nos sentíamos puros y poderosos, esculpidos en bloques de hielo.

RAFAEL REIG - "Para morir iguales" - (2018)

Imágenes: Fred Enaudi 
 

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