Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 1 de febrero de 2020

LA VIDA A RATOS


Pronto cumpliré sesenta y siete años. ¿Soy un viejo? Evidentemente sí, pero a mi alrededor todo el mundo lo niega.

   —Anda, anda, no digas tonterías.

   A veces soy yo mismo el que lo niega. Cuando paseo por el parque de buena mañana, por ejemplo, la imagen que tengo de mí es la de un «muchacho». Me estimula sentir el frío en el rostro, me gusta apretar el paso hasta alcanzar el límite de la carrera, pienso con ilusión en el periódico y la taza de té que me esperan al final de la caminata. En ocasiones, a esas horas comienzo a imaginar ya la comida, incluso me acerco al mercado y compro algo especial. Con frecuencia, mientras voy de acá para allá, recuerdo la frase con la que comienza John Cheever sus memorias: «En la madurez hay misterio, hay confusión».

   Cierto, hay misterio, hay confusión, a veces el misterio procede de la confusión y la confusión del misterio. Pero contesta ya, maldita sea, a la pregunta con la que te has levantado de la cama este lunes de enero: ¿Eres o no eres viejo? Sí, coño, lo soy, soy viejo. Un viejo.

(...) ¿La sexualidad es normal? En un sentido, sí, evidentemente. Si no fuera normal, no la utilizaríamos tanto. Pero al mismo tiempo se trata de una energía inconcebible, extraordinaria. Una energía productora de pánico. Toda la cultura es un invento para desproveer del sexo a la sexualidad. Para domesticarla. El poder constituye un amansador excelente. Pienso en el rostro de tres o cuatro políticos de los que aparecen en la tele cada día, imputados o no. Se les ve tan desexualizados porque han sublimado sus impulsos venéreos. Si se les quitara de golpe el poder y les regresara de súbito la sexualidad, podría ocurrir una desgracia.



(...) JUEVES. Decido desengancharme del juego de los siete errores que publica todos los días La Vanguardia en su página de Pasatiempos (¿en cuál si no?). Vengo resolviéndolo desde hace un año o dos bajo la estúpida superstición de que si lo dejo pasar ocurrirá alguna desgracia. Que ocurra de una vez. Soy, desde pequeño, víctima de este tipo de fantasías obsesivas. Quizá el mundo no se haya ido todavía al carajo gracias a mí y a personas que, como yo, se pasan la vida realizando sortilegios contra las desgracias propias y ajenas. Pero ya he llegado a mi límite. Tarde o temprano, el mundo se tiene que acabar.  

   VIERNES. El mundo no se ha acabado, quizá porque esta noche, a eso de las cuatro, me desperté empapado en un sudor disolutivo, busqué el ejemplar de La Vanguardia de ayer y resolví el juego de los siete errores. Mi mujer se despertó también y me preguntó qué rayos hacía. Le respondí en tono de broma que estaba salvando al mundo, pero ella sabía que lo decía en serio. «No tardes» se limitó a decir.



(...) En la consulta de mi psicoanalista:

   —Llevo toda la semana a vueltas con la realidad —le digo.

   —¿Y ha alcanzado alguna conclusión?

   —Me parece que la realidad no es del todo real. Por eso comete tantos excesos, para que nos la creamos.

   —¿A qué excesos se refiere?

   —No sé, suicidios, crisis económicas, nacimientos, accidentes de automóvil, manifestaciones, oposiciones a notaría, grandes superficies, guerras, elecciones norteamericanas, estaciones de tren, compañías de autobuses, segundas residencias, directores de la CIA, macrofiestas, tanatorios, tempestades, huracanes, inundaciones, créditos hipotecarios, tratados de libre comercio… ¿Sigo? 

   —Déjelo, déjelo, creo que le comprendo.

   —Es que hay cosas de la realidad —insisto yo— inverosímiles.

   —¿Por ejemplo?

   —Por ejemplo, que yo me encuentre ahora mismo aquí, tumbado en un diván, mirando al techo y contándole mi vida a una señora a la que no conozco de nada. Esto no hay quien se lo crea.

   —Y además me paga por ello —añade mi psicoanalista.

   —Debería pagarle con dinero falso —digo yo.

   —¿Y eso?

   —A una situación irreal, dinero irreal.

   Abandono la consulta sin haber alcanzado ninguna conclusión y me pierdo por las calles, en busca de un lugar tranquilo donde tomarme un gin-tonic. Por entretenerme, imagino que me sigue alguien y luego resulta que sí, que ha estado siguiéndome un viejo amigo, preocupado, dice, porque iba hablando solo. No consigo, por más que lo intento, dejar de hablar solo por la calle. Nos tomamos el gin-tonic juntos, con patatas fritas. Pago yo.
JUAN JOSÉ MILLÁS - "La vida a ratos" - (2019)

Imágenes: Antonio Torkio Perrone

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.