Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 8 de febrero de 2020

ENTRAR CON BUEN PIE




Yo tenía quince años cuando me enteré de que el demonio se llamaba nylon y a él, y sólo a él, deberíamos achacar los malos tiempos que se avecinaban. Me dijeron también que el mundo era cruel y pernicioso. Pero eso lo sabía ya, mucho antes de atravesar la herrumbrosa verja del jardín, escuchar sorprendida el lamento de los goznes oxidados y preguntarme, bajo un sol de plomo y con el cuerpo magullado por el viaje, cuántas chicas de mi edad habrían franqueado aquella misma verja y escuchado el chirriante y sostenido auuuu…, un saludo que tenía algo de consejo o advertencia.


   El conductor del coche de alquiler acababa de enjugarse el sudor de la frente con un pañuelo a cuadros y miraba hacia la abultada baca del Ford como si tomara aliento para emprender la parte más molesta de su cometido. Mi padre había apalabrado hasta el último detalle. Me conduciría a mi destino, acarrearía el equipaje a través del jardín hasta el portón de madera y entonces, sólo entonces, podía volver al coche y regresar al pueblo. Y aunque al principio el chófer protestó —se necesitaba por lo menos la fuerza de dos hombres para mover la pesada carga— el tintineo de unas monedas primero y un expectante silencio después —el momento, imagino, en que mi padre tras rebuscar en sus bolsillos daba al fin con uno de esos billetes que por las noches gustaba de contar, doblar, desdoblar o mirar al trasluz— terminaron por disipar sus reticencias. Yo no asistí al pacto. Me hallaba en la habitación de al lado, en el dormitorio, sentada sobre la cama, sin acertar a pensar en nada en concreto, acariciando —aunque es posible que tampoco me diera cuenta— el traje de novia que había pertenecido a mi madre, y evitando mirar hacia la pared, donde estaban las fotografías de la boda, algunos grabados, un espejo. Pero sí podía oírlos. Y el propietario del coche terminó diciendo: «Bueno. Por tratarse de usted». Y luego: «Saldremos temprano, a las siete. No me gustaría sufrir una avería en la carretera bajo este sol de justicia».



(...) Se lo había oído muchas veces a mi padre. Lo importante en la vida era entrar con buen pie. En el trabajo, en el matrimonio, en cualquier empresa que se acometiera. Pero, ¡oh amigos! (porque a mi padre, que casi nunca hablaba conmigo, le gustaba perorar algunas noches de invierno al calor de la lumbre, junto al párroco, la bibliotecaria, el farmacéutico, cualquiera de las escasas visitas que se decidían a atravesar los campos y llegar hasta La Carolina, la casa más alejada del pueblo), ¿cómo se conseguía tan rara y especial habilidad? Y entonces, después de remover las ascuas en silencio, recordaba en voz alta algunas ocasiones de su vida en las que había conseguido lo que había conseguido gracias a ese don, a ese aprovechamiento de la oportunidad, para terminar enumerando (y se refería a peones, a jornaleros, a vecinos) una larga lista de todos aquellos que jamás conseguirían lo que se propusiesen. Pero de reojo me miraba a mí. Y yo sabía entonces lo que el farmacéutico, el párroco o la bibliotecaria estaban pensando (porque de lo que no había ninguna duda es que no se entra en la vida con buen pie cuando tu nacimiento trae consigo la muerte de tu madre) y me apresuraba a rellenar las copas, a dejar la botella a su alcance y a retirarme al dormitorio.
CRISTINA FERNÁNDEZ CUBAS - "Con Agatha en Estambul" - (1994)

Imágenes: Jean-Claude Boucher 

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