Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 5 de enero de 2023

TENÍA EL TACTO FRÍO DE LAS SERPIENTES


A Elvira Marzal la llamaban Nené desde la cuna. Elvira, Nené. Nené, Elvira. Tenía el tacto frío de las serpientes. Alta, de huesos nobles, la cabellera espesa, negra como un relincho, y los ojos del color de la uva madura, de un verde turbio. Hechizaba a los hombres con su belleza distante a pesar de que precisaba muletas axilares para caminar y un alza de ocho centímetros en la pierna lisiada. Cuando todavía no había cumplido los seis años, un ataque de poliomielitis le paralizó las piernas y la mantuvo encamada durante buena parte de la infancia: yesos, férulas, corsés, polainas de terliz incluso para dormir, dos operaciones para alargarle el tendón de Aquiles y un viaje a Sevilla para que un reputado especialista le arrebatara la última triza de esperanza. La pierna izquierda llegó a recuperar el movimiento y la musculatura, pero la derecha se le consumió, seca y delgada como la garra de un pájaro. El pie enfermo le campaneaba; se obstinaba en apuntar hacia abajo, muerto, helado, sin más fuerza que la de su propio peso. Todo el vigor que le faltaba en las piernas lo compensaba con unos brazos esculpidos a fuerza de arrastrar el cuerpo con los puntales y una voluntad que ni siquiera se doblegó durante la adolescencia. Elvira aprendió a elegir vestidos que le realzaran los hombros y el escote, y exigía a la modista que le acortase las faldas a pesar de los zapatones ortopédicos. Le gustaba su cuerpo. Sabía que despertaba el deseo en los hombres y atizaba la codicia de la carne acentuando la renquera. Solo ella y quienes la anhelaban entendían el misterio.


La enfermedad le forjó un carácter esquivo y caprichoso. Durante los años de cama e inmovilidad, se ejercitó en la observación y la cautela, adquirió la paciencia de los reptiles y cierta actitud desdeñosa que ensalzaba su atractivo. Asumía que la cojera la expulsaba del cogollo de militaras casaderas cuyo destino era desposarse con algún oficial de la plaza, tal como habría deseado su madre, que culpaba de todas las desgracias padecidas a las posesiones en Marruecos, aquel secarral donde solo podían sobrevivir las rameras y los alacranes. Bajo la apariencia de un coexistir pacífico, en el enjambre de la colonia se multiplicaban los muros de contención. El mundo se simplificaba en un ellos y un nosotros: los que vivían en la burbuja irreal del Protectorado y quienes subsistían en la península de la posguerra; los moros y los españoles; los menesterosos y los que se enriquecían con los suministros provenientes de la metrópoli; los civiles y los militares. Dentro del fortín de los uniformados todavía se alzaba otro parapeto que separaba a la aristocracia, los oficiales que habían estudiado en la academia, de quienes habían hecho carrera a fuerza de cuartel y reenganches. Ellos y nosotros. Muros dentro de muros que solo se difuminaban a ras de suelo.

OLGA MERINO - "Perros que ladran en el sótano" - (2012)


Imágenes: Ryan Eicher

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