Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 17 de septiembre de 2021

ESA PALABRA INCIERTA Y DÉBIL


Se llamaba Mary Hartley Smith. Qué rápida y fácilmente lo escribo. Y, sin embargo, Dios mío, el corazón se me acelera al escribir este nombre: Mary Hartley Smith.

   Tal es pues el encabezamiento de la historia. Pero la verdad es que no puedo contarla. Iré desgranando algunas notas para la historia, pero quizá jamás la cuente. Es probable incluso que sea imposible de contar, ya que apenas hay «acontecimientos» en ella, sino sentimientos, los de un niño, un muchacho, un joven, nebulosos, sagrados y más fuertes que ninguna otra cosa en toda la vida. Apenas puedo recordar el tiempo en que no conocía a Hartley. Fui a una escuela para varones, pero la escuela de niñas estaba al lado y las veíamos continuamente. Como por entonces muchas se llamaban Mary, a ella la llamaban siempre «Hartley» y, no sé por qué, era un nombre que le sentaba muy bien. Muy pronto nos emparejamos pero en aquellos primeros días fue algo alegre, infantil, sin emociones profundas y avasalladoras. Las emociones comenzaron cuando andábamos por los doce años. No las entendíamos, nos azoraban, nos sacudían como un terrier sacude a una rata. Decir que estábamos «enamorados», esa palabra incierta y débil, no alcanza a expresarlo. Nos amábamos, cada uno vivía en el otro, a través del otro, por el otro. Cada uno de nosotros era el otro. ¿Por qué fue un sufrimiento tan puro y sin mezcla?



   Es extraño que ahora escriba (y no he de cambiarla) la palabra «sufrimiento», porque naturalmente, aquello era un puro gozo. Lo que importa es que fuera lo que fuese, era extremado y puro. (Me han dicho que un hombre con los ojos vendados no puede diferenciar las quemaduras del frío extremo y del extremo calor). También es posible que a esa edad se tienda a sentir las emociones como algo doloroso, porque no las atempera la reflexión. Todo se convierte en pavor y aprensión, y cuanto mayores son la maravilla y el gozo, más intensos son el miedo y la aprensión. Pero deseo repetir que esto no obedecía a la reflexión ni al pensamiento. Yo no albergaba la menor duda consciente de que Hartley seguiría amándome, y sabía con toda naturalidad que sería mía para siempre. Pero cuando cerrábamos los ojos, un terror cósmico se imponía a nuestras lágrimas de alegría.

IRIS MURDOCH - "El mar, el mar· - (1978)

Imágenes: Miho Hirano

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