Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 1 de febrero de 2021

NUNCA HABÍAMOS VISTO UN MUERTO DE VERDAD


 Nunca habíamos visto un muerto de verdad. Temprano habían despejado el comedor de la hermosa casa de José Bertoni, lavado el piso, arrumbado todos los muebles en el dormitorio y quitado los cuadros de las paredes para que las mujeres de las estampas dudosamente orientales no alterasen la sobriedad de la sala. Sólo quedaron en dos hileras de tres, las seis sillas del juego de fórmica. Era verano. La manzana quedó sin flores. Las vecinas caían abrazadas a los ramos. Rosas, hortensias, malvones. Cubiertos los escotes con la mantilla azul de las glicinas. Oculto el pellejo de los cogotes tras las varitas de retama florecida. Sucias las faldas de hojas y espinas y cabos y pétalos sueltos; el olor de los sobacos mezclado al de las flores y el incienso. Nada excitaba tanto su generosidad de jardineras como un velorio en ciernes. Enmudecieron todas las radios y televisores de la cuadra, el afilador de cuchillos dejó de soplar su silbato. El runrún de las avemarías salía por las puertas y las ventanas abiertas ganando la calle como una manga de langostas. Hasta los perros fueron mandados a cucha y obligados a callar. Sólo los gorriones siguieron con sus cosas, chillando, apareándose en los cables de la luz y revolcándose en la tierra suelta de la calle. 


Se estaba velando a un hombre en lo de José Bertoni y todos estábamos de duelo. 
De cuando en cuando la Cristina, hija del difunto y novia jovencísima de José Bertoni, se arrastraba hasta el cajón, apenas sostenida por sus fuerzas, y derramaba la catarata negra de su pelo sobre el sudario blanco de su padre. Presurosas acudían las vecinas a sacarla, tironeándola de los hombros, de los brazos, y casi en vilo la llevaban a su silla y le daban cucharitas de agua con azúcar para devolverle el alma al cuerpo. Estaba preciosa la Cristina con el vestido negro que le prestó mi madre y que le quedaba chico. Los pechos grandes a punto de caerse del escote. Era una doliente hermosa y patética: desarreglada la oscura cabellera, las ojeras pronunciadas, brillantes las pupilas arrasadas por el llanto. Una tensión erótica atravesaba el aire como ocurre siempre en la desgracia. Las tetas caídas y estriadas de las vecinas, de golpe, parecían llenar los corpiños. Se endurecían los traseros como botones de rosa. Goteaban mieles de camatí los muslos.

SELVA ALMADA - "El desapego es una manera de querernos" - (2015)

Imágenes: Frank Horvart

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