Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 31 de diciembre de 2020

NO TE CUENTO TODO ESTO POR PENA

 —Al principio nos contaron que había sido un accidente de tráfico, pero ni siquiera pasaron dos semanas cuando oí una conversación entre mi madre y mi tío. Las llamadas de pésame de los primeros días se convirtieron pronto en llamadas de acreedores: el director de una sucursal se interesaba por la manera en la que pagaríamos el piso nuevo, el director de otra sucursal preguntaba por el préstamo para la reforma del local del centro, el proveedor de la carne se quejaba de que nadie le informaba en ninguno de los restaurantes, los prestamistas se soliviantaron. El negocio de mi padre había crecido deuda sobre deuda, con dinero de bancos y favores, y con él también nuestro nivel de vida. Los pisos, los viajes, los televisores, no los pagaban el menú del día ni el ambiente familiar, sino la extraña lógica financiera de mi padre, convencido de que la ruina del negocio anterior la taparía la ruina del negocio nuevo. Cuando ningún banco le autorizaba un préstamo más y los prestamistas empezaban a reclamar su dinero, a mi padre le pareció una idea brillante salirse de la carretera con el coche y simular su muerte en un accidente; pensaba que todo se arreglaría con el seguro de vida. Pero no logró matarse a la primera y, fracasado hasta en eso, decidió ahorcarse.

»En aquella conversación hablaba mi madre, y el tío Chico le escuchaba. Ella lo explicaba todo: el caos en los libros de cuentas, las advertencias primero por teléfono y luego en casa, mientras la tía Soledad nos entretenía en la piscina a Eva y a mí, la torpeza de mi padre. Me llamó la atención el lenguaje que usaba para referirse a él, los insultos a quien no llevaba ni quince días enterrado: para mi madre, mi padre era un inútil y un imbécil, un pobre diablo que nos había dejado tiradas, incapaz de arreglar sus problemas; me asombró cómo se alejaba de la situación, sus problemas, los de él, un extraño que colgaba de un árbol. Mi tío la interrumpía, a veces, y le pedía que no fuese tan dura, que intentase entenderle; pero mi madre subía el tono, utilizaba palabras que a mí me dolían más y más. Así me enteré, y así se lo conté a Eva antes de venirme a Madrid, cuando aprobé la selectividad. Poco a poco recogí mis cosas, no demasiadas, y pasé en casa del tío Chico el resto del verano. Me hizo gracia. Las metáforas, ¿no? Los símbolos. Pasar mis últimos días en aquella ciudad en la casa en la que había pasado los primeros días de mi vida.

»Hay que reconocer que mi madre lo arregló todo con rapidez y limpieza. Asumió su derrota, y volvió a la casilla de salida. Es lo único que admiro de ella: la dignidad con que se quitó el disfraz de nueva rica. Vendió el piso nuevo, y vendió el piso en el que vivíamos. Nos repartimos en casa de los tíos, de los dos con los que teníamos relación, porque de los hermanos mayores de mi abuela nada se supo, hasta que los inquilinos del piso pequeño lo dejaron libre. Regresamos al barrio, al barrio de verdad: el de los pobres. Cerraron restaurantes, vendieron pisos y un local, liquidaron casi todas las deudas y el resto las pagaron poco a poco; cuando me fui de casa, todavía debían algo a algún banco. El restaurante del barrio se lo quedó mi tío. Y así fue como mi madre, Eva y yo recuperamos la vida que nos habíamos empeñado en evitar. Colorín, colorado.

»No te cuento todo esto por pena, ni para dibujarte una imagen romántica de lo que soy: una niña rica que un día se despertó pobre. No me interesa lo sentimental. Echo de menos a mi padre, pero también echo de menos algo que nunca he vivido, y que me correspondería: no tener que trabajar, abrir la nevera y encontrarla llena, pasar las vacaciones en sitios que la gente con la que me cruzo no podría pagar. Echo de menos no a mi padre, no aquella vida, sino la imagen que yo tenía de mi padre, y todo lo que yo no he vivido por su muerte. Echo de menos a aquel hombre exitoso que salía en el periódico, al que admiraban sus trabajadores porque pagaba las horas extra con generosidad, que dejaba propina hasta en la papelería en la que nos compraba los libros del colegio. Siento envidia por aquellos a los que les va bien, y me reconfortan aquellos a los que les va mal, porque me permiten no sentirme tan sola. No quiero lástima porque no la merezco. No quiero tu lástima, porque no te conozco de nada: no me sé tu historia, y si quieres cuéntamela, que yo te oigo; en realidad me gustaría irme ahora mismo de tu casa, pero para volver a la mía tengo que enlazar varios nocturnos, hasta dentro de un rato no abren el metro,  y no tengo dinero para un taxi. Estoy atrapada aquí, contigo. Mira: otra metáfora. ¿El restaurante del tío Chico? Sigue abierto, sí. Mi madre está en la cocina, y me parece que mi hermana entró con ellos hace tiempo, a ayudar. Al tío le quedan quince o veinte años para jubilarse, y supongo que para entonces se encargará alguna de ellas. Él hubiese querido ser profesor, ir a la escuela de adultos y sacarse una carrera, pero decidió cargar con el peso de la familia. Nadie se lo pidió. Espero que entonces tenga tiempo, y le dejen descansar. No, nunca le cambiaron el nombre… Sigue llamándose El Rincón de Carmen. ¿Qué esperabas, pantalla grande y final feliz? La vida es otra cosa.

ELENA MEDEL - "Las maravillas" - (2020)

Imágenes: Todd Hido

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