Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 11 de diciembre de 2020

LOS AMANTES DE HIROSHIMA

 


«Para sobrevivir al sistema hay que engañar al sistema». Sin saber por qué, esta frase se ha convertido en un mantra en los últimos días. Ni siquiera está seguro de dónde la ha sacado, si la ha oído en alguna película o se trata de un lema que alguien ha soltado por ahí en estos tiempos de indignación pacífica, pero se ajusta como un guante a su situación y, a falta de otro mejor o más original, Héctor lo ha adoptado como síntesis perfecta: la única oración que es capaz de pronunciar, la tesis que justifica lo que está a punto de llevar a cabo.

   (...) Le recibió una calle casi desierta. Los primeros cinco minutos sólo se cruzó con un tipo que paseaba a un perro ridículamente pequeño y con otro hombre, más joven y extranjero, que rebuscaba en el interior de un contenedor de basura mientras su esposa, menuda y embarazada, le esperaba junto a un carrito de supermercado al que le faltaba una rueda. Era una imagen que se estaba volviendo habitual. Ésa y los carteles que anunciaban locales en traspaso, negocios que cerraban, espacios vacíos. Durante el día uno no se fijaba tanto, pero de noche, sin nada con lo que distraerse, esos letreros colgados sobre persianas sucias, definitivamente bajadas, llamaban la atención y daban al paisaje urbano un aire de ciudad en venta.

 


 (...) Meneó la cabeza al pensar en esos padres de película americana que se llevan a sus vástagos a pescar al río o a un partido de béisbol; sacar a Guillermo de su cuarto ya era una proeza, conseguida a base de coacciones. «Si quieres, chateamos por Skype», le había dicho él un día en que su hijo se había pasado tantas horas delante del ordenador que había sentido la tentación de desenchufar la máquina y pisotear aquella dichosa pantalla hasta reducirla a un amasijo de cables rotos. El chaval lo había mirado como si la edad empezara a afectarle el cerebro y le había contestado, con lógica aplastante, que pocas broncas podía echarle él que había invertido las mismas horas viendo películas en DVD. Sin embargo, un rato después había abandonado su madriguera y le había sugerido la posibilidad de ir al cine o a dar un paseo, oferta que él, sintiéndose de repente como si le hubiera tocado el trofeo de padre del año, se había apresurado a aceptar.

   (...) Siempre se repetía ese momento de pánico. El instante en que temía quedarse solo, o casi. Era el mismo temor nervioso que sentía a los ocho años media hora antes de que empezara su fiesta de cumpleaños al ver la mesa puesta con servilletas de colores y platos de plástico, la tarta en la nevera, las velas cuidadosamente envueltas y a su madre con la sonrisa ceñida como un delantal apretado con firmeza. ¿Y si no venía nadie? ¿Y si sus amigos, a quienes no sentía como tales, se habían compinchado para ignorar aquella cita? ¿Y si sus padres se enteraban de la triste y vergonzosa verdad?

   Cada vez que le tocaba hacer una presentación de su libro, Santiago Mayart se sentía como aquel chaval inseguro, atacado por una leve tartamudez. Terminaba llegando al lugar del evento media hora antes, se tomaba un té en el bar más cercano y, cual detective privado que desea pasar desapercibido, vigilaba a la gente que caminaba por la calle o la puerta del local, mientras pensaba una y otra vez en la triste posibilidad de descubrirse como único asistente al funeral de un libro. O, aún peor, en que cuatro o cinco conocidos, que habían acudido por simpatía hacia él, fueran testigos de su fracaso. De su entierro como autor.

TONI HILL - "Los amantes de Hiroshima" - (2014)


Imágenes: Cig Harvey

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.