Desapegos y otras ocupaciones.

domingo, 27 de diciembre de 2020

EN LA TIERRA SOMOS FUGAZMENTE GRANDIOSOS

 


 Déjame volver a empezar.

 Querida mamá:

 Escribo para llegar a ti —aunque cada palabra que escribo sea una palabra más lejos de donde estás—. Escribo para volver a aquella vez, en el área de descanso de Virginia, en que te quedaste mirando fijamente, horrorizada, a aquel ciervo disecado colgado de la pared, encima de la máquina de refrescos, al lado de la puerta de los aseos, que te ensombrecía la cara con su cornamenta. En el coche, seguías sacudiendo la cabeza.

 —No entiendo por qué hacen eso. ¿No ven que es un cadáver? Un cadáver debería hacer su camino, no quedarse ahí atrapado de ese modo.

 Pienso ahora en aquel ciervo, en cómo mirabas fijamente sus ojos negros de cristal y veías tu reflejo, tu cuerpo entero, deformado en aquel espejo sin vida. Lo que te conmocionaba no era el montaje grotesco de un animal decapitado, sino el ver que la taxidermia encarnaba una muerte que no acababa nunca, una muerte que seguía muriendo mientras nosotros pasábamos por delante para ir a hacer nuestras necesidades.

 Estoy escribiendo porque me han dicho que nunca empiece una frase con porque. Pero no intentaba formar frases: intentaba liberarme. Porque la libertad, me han dicho, no es más que la distancia entre el cazador y su presa.

   (...) Tengo y he tenido muchos nombres. Perro Pequeño era como me llamaba la abuela Lan. ¿Qué hacía una mujer que se ponía a sí misma y a su hija nombres de flores llamando «perro» a su nieto? Una mujer así mira solo por sí misma. Como sabes, en el pueblo donde creció Lan, al niño más pequeño o débil de la prole, como era mi caso, se le pone el nombre de las cosas más despreciables: demonio, niño fantasma, morro de cerdo, hijo de mono, cabeza de búfalo, bastardo… Perro Pequeño es el nombre más tierno que encontraron. Porque los malos espíritus, errantes por el mundo en busca de niños sanos y hermosos, al oír que llamaban a cenar a niños con nombres de cosas horribles y repulsivas, pasaban de largo de la casa y el niño se salvaba. Amar algo, por tanto, es darle el nombre de algo tan falto de valor que se puede ignorar y dejar intocado y vivo. Un nombre, delgado como el aire, puede ser también un escudo. Un escudo de Perro Pequeño.

(...) Semanas después de que Gramoz me invitara a un bagel de pizza, me compraste mi primera bicicleta: una Schwinn rosa con rueditas de apoyo y gallardetes blancos en el manillar, que tableteaban al aire como pequeños pompones, incluso cuando, como hacía a menudo, no iba a más velocidad que los peatones. El color rosa se debía a que era la bicicleta más barata de la tienda.

 Aquella tarde, estaba montando en ella en el aparcamiento de la casa de pisos donde vivíamos, y de pronto la bici se paró en seco. Miré para ver qué pasaba y vi que unas manos sujetaban con fuerza el manillar. Eran las de un chico de unos diez años, de cara obesa y húmeda encajada en lo alto de un torso imponente y carnoso. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba sucediendo, la bicicleta retrocedió bruscamente y aterricé de culo en el suelo. Tú habías subido al piso a ver cómo estaba Lan. De detrás de este chico surgió otro más pequeño con cara de comadreja, gritando y rociando de saliva el aire arcoíris y la luz del sol, ya oblicua.

 El chico grande sacó un llavero y se puso a rayar la pintura de mi bicicleta. Se desprendía tan fácilmente, en una lluvia de virutas rosas… Seguí sentado en el suelo, mirando cómo se llenaba de ellas el asfalto a medida que el chico iba rayando el esqueleto de la bicicleta. Sentía ganas de gritar, pero aún no sabía cómo hacerlo en inglés. Así que no hice nada.

 Fue el día en que aprendí lo peligroso que podía ser un color. Cómo a un chico podrían quitarle de la cabeza ese color y hacerle entender su transgresión. Aunque el color no sea sino algo que la luz revela, ese «no sea sino…» tiene sus leyes, y un chico en una bicicleta rosa debe aprender, por encima de todo, la ley de la gravedad.

 Aquella noche, en la cocina, bajo la bombilla desnuda, me arrodillé a tu lado y miré cómo pintabas con largas pinceladas de arriba abajo, con precisión de experta, las cicatrices cobalto de las barras de la bicicleta, con el frasco de esmalte de uñas rosa asentado con firmeza en la palma.

OCEAN VUONG - "En la Tierra somos fugazmente grandiosos" - (2019)

Imágenes: Hung Liu   

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