—Mi auténtico yo vive allí —aseveraste un día—, rodeado por la alta muralla, dentro de la demarcación de la ciudad.
—Entonces, ¿quién es la chica que está a mi lado en este instante? —te pregunté. Asumí que era una cuestión pertinente, en función de lo que acababas de afirmar—. ¿No es la auténtica?
—No lo es. La que está aquí, a tu lado, es una mera sustituta provisional, un reemplazo, una sombra transitoria.
Reflexioné sobre lo que acababas de decir. ¿Una sombra transitoria? Decidí no comentar nada al respecto, al menos de momento. En cambio, pregunté:
—¿Y qué hace tu auténtico yo en la ciudad?
—Trabaja en la biblioteca —respondiste con voz cándida—. La jornada laboral empieza a las cinco de la tarde y termina a las diez de la noche, aproximadamente.
—¿Por qué aproximadamente?
—Allí, todas las horas son aproximadas. Tanto es así que el reloj de la torre de la plaza del centro no tiene manecillas.
Imaginé la gran esfera del reloj sin las dos manecillas, y entonces pregunté:
—¿La biblioteca está abierta a todos los habitantes de la ciudad?
—No, no se permite la entrada a cualquiera. Solo a quien tiene una cualificación especial se le autoriza el acceso. Por ejemplo, a ti. Tú tienes esa cualificación.
—¿Y de qué tipo de cualificación se trata, si puede saberse?
Te limitaste a sonreír sin contestar a mi pregunta.
—Y si yo fuera a la ciudad —proseguí—, ¿podría verte? ¿Podría ver a tu auténtico yo?
—Si pudieses dar con la ciudad… Y si…
Te callaste. Y te ruborizaste ligeramente. Capté, sin embargo, el sentido de las palabras que no habían llegado a materializarse en tus labios.
Si de verdad me buscas, si de verdad deseas encontrar con todas tus fuerzas a mi auténtico yo… En aquel momento no te atreviste a decírmelo. Te rodeé los hombros con mi brazo. Llevabas un vestido de tirantes verde pálido. Apoyaste una de tus mejillas en mi hombro. A quien había rodeado los hombros, bajo el telón de fondo del crepúsculo estival, no eras tú, realmente tú, según habías afirmado, sino una sustituta, una sombra que reemplazaba a tu verdadero yo.
Tu auténtico yo, según habías asegurado también, se encontraba dentro de los límites de la ciudad rodeada por la alta muralla, con sus elevadas colinas y la hermosa isleta cuyos frondosos sauces adornan el cauce del río, y los pacíficos unicornios con su solitario cuerno coronándoles la frente. Y los ciudadanos, en sus viejos edificios de viviendas comunales, con sus vidas sencillas, pero sin privaciones ni apuros. Los unicornios se alimentan plácidamente de las hojas y los frutos de los árboles que crecen dentro del perímetro de la ciudad, pero al llegar el largo invierno, con sus fuertes nevadas, muchos perecen, víctimas del frío y del hambre.
Yo deseaba adentrarme en aquella ciudad, anhelaba poder encontrarme allí con tu verdadero yo.
HARUKI MURAKAMI - " La ciudad y sus muros inciertos" - (2023)
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