Nunca antes había estado en la biblioteca tan tarde y me quedé un poco frustrada al descubrir que la mitad de la docena de ordenadores que había en la sala de lectura estaban ocupados por la misma cantidad de chavales con sudaderas con capucha y vaqueros tan holgados que hasta el más rechoncho de ellos me pareció un muñequito de palillos envuelto en tela. Parecían monjes benedictinos sentados allí tecleando, con las caras pálidas frente al frío resplandor azul de sus pantallas. Me quedé mirándolos con impaciencia. Todos estaban boquiabiertos, hipnotizados. Se podía ver que estaban conectados a algo que tenía un poder inmenso sobre ellos. Esto es lo que pasa cuando el espacio mental es internet, pensé. Uno pierde la sensación de ser uno mismo. La mente puede ir a cualquier parte. Y, al mismo tiempo, la mente se vuelve boba cuando se conecta a algo tan absorbente. Igual que las cenizas de Walter en la urna, los ordenadores eran los contenedores de aquellas mentes jóvenes. Si yo también me metía en internet, me convertiría en uno de ellos. Mi mente se conectaría con la de ellos. Y no quería compartir mi espacio mental con aquellos zánganos. Hasta las chicas parecían monigotes, apiñadas sobre los teclados como si no existiese nada más. No tenían ni idea de que allí había alguien mayor esperando, alguien cuyo trabajo era mucho más importante.
OTTESSA MOSHFEGH . "La muerte en sus manos" - (2020)
Imágenes: Lola Dupre
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