Desapegos y otras ocupaciones.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Y A SABER SI NO REAPARECERÁ EN 2024


Zoom ha evolucionado desde la llegada del covid-19. Cuando Holly empezó a usarlo —en febrero de 2020, hace diecisiete meses, aunque parezca que ha pasado mucho más tiempo—, bastaba con mirar a la cámara bizqueando para que se cayera la conexión. A veces veías a los otros participantes en la videollamada; a veces, no; y a veces palpitaban atrás y adelante en un vaivén delirante que provocaba dolor de cabeza.

   Holly Gibney es toda una cinéfila (pese a que no ha pisado una sala de cine desde la primavera pasada), y le gustan tanto las películas taquilleras como el arte y ensayo. Una de sus preferidas de los años ochenta es Conan, el bárbaro, y su frase favorita de esa película la pronuncia un personaje secundario. «Hace dos o tres años —dice el buhonero, refiriéndose a Set y a sus seguidores— eran solo una secta de la serpiente más. Ahora están por todas partes».



   Zoom viene a ser algo así. En 2019 era solo una aplicación más, que pugnaba por espacio vital con competidores como FaceTime y GoToMeeting. Ahora, gracias al covid, está tan extendido como la Secta de la Serpiente de Set. Además, no solo ha mejorado la tecnología, sino también los valores de producción. El funeral por Zoom al que Holly asiste casi podría ser una escena de un drama televisivo. La imagen se centra en cada una de las personas que pronuncian su panegírico por la difunta, claro, pero también salta de vez en cuando a los asistentes afligidos que siguen la ceremonia desde sus casas.

   Aunque no a Holly. Ella ha desactivado la cámara. Ahora es mejor persona, más fuerte que tiempo atrás, pero aún se reserva celosamente su vida privada. Sabe que es normal que la gente esté triste en los funerales, que llore y tenga un nudo en la garganta, pero ella no quiere que nadie la vea en ese estado, y menos su socio o sus amigos. No quiere que la vean con los ojos enrojecidos, el cabello revuelto o las manos trémulas mientras lee su propio panegírico, que es corto y tan sincero como le ha sido posible. Sobre todo, no quiere que la vean fumar: después de diecisiete meses de covid, ha recaído.



   Ahora, al final del oficio, la pantalla empieza a mostrar imágenes grabadas de la difunta en distintas actitudes y distintos lugares mientras Frank Sinatra canta «Thanks for the Memory». Holly no resiste más y hace clic en SALIR. Da una última calada al cigarrillo y, mientras apaga la colilla, le suena el teléfono.

   No le apetece hablar con nadie, pero es Barbara Robinson, y se siente obligada a atender a esa llamada.

   —Te has salido —dice Barbara—. Ni siquiera se ve el recuadro negro con tu nombre.

   —Esa canción en particular nunca me ha gustado. Y, además, ya había terminado.

   —Pero estás bien, ¿no?

   —Sí. —No es del todo verdad; Holly no sabe si está bien o no—. Pero ahora mismo necesito… —¿Qué palabra aceptaría Barbara? ¿Qué palabra permitirá a Holly poner fin a esta llamada antes de venirse abajo?—. Necesito procesarlo.



   —Lo entiendo —dice Barbara—. Si quieres, me planto ahí en un santiamén, con o sin confinamiento.

   Se trata de un confinamiento de facto, no forzoso, y las dos lo saben; el gobernador está decidido a proteger las libertades individuales, aunque para defender esa idea tengan que enfermar o morir miles de personas. En todo caso, gracias a Dios, la mayoría de la gente toma precauciones.

   —No hace falta.

   —Vale. Sé que es una mala situación, Hols, una mala época, pero aguanta. Hemos pasado por cosas peores. —Está pensando quizá, casi seguro, en Chet Ondowsky, que el año pasado emprendió un viaje corto y letal al caer por el hueco de un ascensor—. Y ya vienen las vacunas de refuerzo. Primero para las personas con sistemas inmunes débiles y los mayores de sesenta y cinco años, pero, por lo que he oído en clase, en otoño habrá para todo el mundo.

   —Eso pinta bien —dice Holly.

   —¡Y, por si fuera poco, Trump se ha ido!

   Dejando a sus espaldas un país en guerra consigo mismo, piensa Holly. Y a saber si no reaparecerá en 2024. Se acuerda de la promesa de Arnie en Terminator: «Volveré».

STEPHEN KING - "Holly" - (2023)


Imágenes: Nishinion Tenrei

sábado, 9 de noviembre de 2024

UNA SOMBRA MELANCÓLICA EN LA OSCURIDAD


Acaba de dar un paso al costado y prefiere no mirar atrás. Es algo temporario, eso la calma. Emprende un viaje por la tierra paterna sin fechas específicas ni propósito. Va con una valija de cabina cuidada, vieja, y un saco de pana verde, bastante ancho para su figura, que pudo haber pertenecido a otra persona. Sus mocasines diminutos de hebilla apenas contactan el piso con la ligereza de las palomas. Hay algo tremendamente narrativo en esa mujer tan pequeña que cabe en un achinamiento de ojos.

   Dorothea Dodds avanza por la noche sucia de Londres con la cautela de una monja, una sombra melancólica en la oscuridad. En su andar va dejando huella como los aviones cuando subrayan el cielo con tiza. No le pesan los rosarios ni los pecados ajenos, pero la hunde la culpa por lo que se atrevió a inventar. Jamás pensó que llegaría a tomar una decisión tan insensata. Ni sabe, aunque intuye, que elegirá su final.

MARIANA SÁNDEZ - "La vida en miniatura" - (2024)


Imágenes: Katie McCann

miércoles, 6 de noviembre de 2024

MI AUTÉNTICO YO VIVE ALLÍ


—Mi auténtico yo vive allí —aseveraste un día—, rodeado por la alta muralla, dentro de la demarcación de la ciudad.

   —Entonces, ¿quién es la chica que está a mi lado en este instante? —te pregunté. Asumí que era una cuestión pertinente, en función de lo que acababas de afirmar—. ¿No es la auténtica?

   —No lo es. La que está aquí, a tu lado, es una mera sustituta provisional, un reemplazo, una sombra transitoria.

   Reflexioné sobre lo que acababas de decir. ¿Una sombra transitoria? Decidí no comentar nada al respecto, al menos de momento. En cambio, pregunté:

   —¿Y qué hace tu auténtico yo en la ciudad?

   —Trabaja en la biblioteca —respondiste con voz cándida—. La jornada laboral empieza a las cinco de la tarde y termina a las diez de la noche, aproximadamente.



   —¿Por qué aproximadamente?

   —Allí, todas las horas son aproximadas. Tanto es así que el reloj de la torre de la plaza del centro no tiene manecillas.

   Imaginé la gran esfera del reloj sin las dos manecillas, y entonces pregunté:

   —¿La biblioteca está abierta a todos los habitantes de la ciudad?

   —No, no se permite la entrada a cualquiera. Solo a quien tiene una cualificación especial se le autoriza el acceso. Por ejemplo, a ti. Tú tienes esa cualificación.

   —¿Y de qué tipo de cualificación se trata, si puede saberse?

   Te limitaste a sonreír sin contestar a mi pregunta.

   —Y si yo fuera a la ciudad —proseguí—, ¿podría verte? ¿Podría ver a tu auténtico yo?

   —Si pudieses dar con la ciudad… Y si…

   Te callaste. Y te ruborizaste ligeramente. Capté, sin embargo, el sentido de las palabras que no habían llegado a materializarse en tus labios.



   Si de verdad me buscas, si de verdad deseas encontrar con todas tus fuerzas a mi auténtico yo… En aquel momento no te atreviste a decírmelo. Te rodeé los hombros con mi brazo. Llevabas un vestido de tirantes verde pálido. Apoyaste una de tus mejillas en mi hombro. A quien había rodeado los hombros, bajo el telón de fondo del crepúsculo estival, no eras tú, realmente tú, según habías afirmado, sino una sustituta, una sombra que reemplazaba a tu verdadero yo.

   Tu auténtico yo, según habías asegurado también, se encontraba dentro de los límites de la ciudad rodeada por la alta muralla, con sus elevadas colinas y la hermosa isleta cuyos frondosos sauces adornan el cauce del río, y los pacíficos unicornios con su solitario cuerno coronándoles la frente. Y los ciudadanos, en sus viejos edificios de viviendas comunales, con sus vidas sencillas, pero sin privaciones ni apuros. Los unicornios se alimentan plácidamente de las hojas y los frutos de los árboles que crecen dentro del perímetro de la ciudad, pero al llegar el largo invierno, con sus fuertes nevadas, muchos perecen, víctimas del frío y del hambre.

   Yo deseaba adentrarme en aquella ciudad, anhelaba poder encontrarme allí con tu verdadero yo.

HARUKI MURAKAMI - " La ciudad y sus muros inciertos" - (2023)


Imágenes: Jessica Hess

martes, 5 de noviembre de 2024

CUANDO EL ESPACIO MENTAL ES INTERNET


Nunca antes había estado en la biblioteca tan tarde y me quedé un poco frustrada al descubrir que la mitad de la docena de ordenadores que había en la sala de lectura estaban ocupados por la misma cantidad de chavales con sudaderas con capucha y vaqueros tan holgados que hasta el más rechoncho de ellos me pareció un muñequito de palillos envuelto en tela. Parecían monjes benedictinos sentados allí tecleando, con las caras pálidas frente al frío resplandor azul de sus pantallas. Me quedé mirándolos con impaciencia. Todos estaban boquiabiertos, hipnotizados. Se podía ver que estaban conectados a algo que tenía un poder inmenso sobre ellos. Esto es lo que pasa cuando el espacio mental es internet, pensé. Uno pierde la sensación de ser uno mismo. La mente puede ir a cualquier parte. Y, al mismo tiempo, la mente se vuelve boba cuando se conecta a algo tan absorbente. Igual que las cenizas de Walter en la urna, los ordenadores eran los contenedores de aquellas mentes jóvenes. Si yo también me metía en internet, me convertiría en uno de ellos. Mi mente se conectaría con la de ellos. Y no quería compartir mi espacio mental con aquellos zánganos. Hasta las chicas parecían monigotes, apiñadas sobre los teclados como si no existiese nada más. No tenían ni idea de que allí había alguien mayor esperando, alguien cuyo trabajo era mucho más importante.

OTTESSA MOSHFEGH . "La muerte en sus manos" - (2020)


Imágenes: Lola Dupre

domingo, 3 de noviembre de 2024

AL MES ESTÁBAMOS VIVIENDO JUNTOS


Al rato dormíamos abrazados como si nos conociéramos desde hacía muchos años. La intimidad tiene eso: en cuestión de segundos vuelve cierto algo que es totalmente falso. Un cuerpo tendido sobre el otro, como la ropa colgada después de un lavado. Se mece, se junta, se apoltrona, y al día siguiente se levanta como si no existiera tal cosa.

     Al mes estábamos viviendo juntos porque a Felipe le convenía para no pagar alquiler. Yo tenía lugar de sobra en el departamento que me había comprado mi mamá ni bien terminé la escuela secundaria. Trajo a su perro Gallardo consigo y me pareció bien. Era cachorro y no hacía ruido.

 


No los invité a vivir conmigo, simplemente sucedió. En esa farsa del abrazo desnudo y la intimidad, en ese hacer de cuenta que éramos un conjunto que podía traspasar las barreras del tiempo para tener hijos, hijas, viajar a lugares, enfermarse, curarse, prometerse cosas. La mentira del núcleo duro, la mentira de la comunidad. Felipe ya era un cepillo de dientes, un bollo de ropa, de pares de zapatos, una conversación en cada cena, una película compartida en algún canal de aire, un asesino de mosquitos estacionados en las paredes. Felipe era mi novio, yo era su novia, vivíamos en el mismo domicilio. Sospecho que esa reunión de elementos quería decir que nos habíamos enamorado, que tal vez eso que hacíamos era vivir el romance de nuestras vidas y que todo lo que viniera después sería ridículo.

CAMILA FABBRI - "La reina del baile" - (2023)


Imágenes: Arielle Bob-Willis