Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 17 de abril de 2021

MI TÍA ANA

 


Mi tía Ana fue la primera mujer a la que vi desnuda y la primera persona que me metió en el pensamiento el miedo a la muerte. Era pronto para ambas cosas, porque yo era un niño, pero el tiempo parece no entender de secuencias lógicas ni de protocolos de revelación.

   Mi tía Ana, la hermana menor de mi madre, se casó en 1968 con un sargento de la base norteamericana de Rota. Mi tío Robbie Grant, que era de Nashville y que conducía un Mustang rojo, la conoció en el bar Honky Tonk y la invitó a un concierto que daba un imitador de Frank Sinatra en el teatro del recinto militar. A la salida del concierto, la llevó a cenar al Shanghai Room, el restaurante chino del pueblo, y, a los postres, se arrodilló ante ella, se sacó del bolsillo un estuche, lo abrió y le mostró un anillo de oro con un brillante. Mi tía Ana se echó a llorar: acababa de cumplir dieciocho años y estaba en una fase muy vulnerable a aquellos romanticismos exóticos. Era la segunda vez que se veían.



   Mi tía Ana apenas hablaba inglés, a pesar de haber recibido clases particulares en una de esas academias semiclandestinas a las que acudían los vecinos que alimentaban la ilusión de encontrar un empleo en alguna dependencia de la base militar, y el tío Robbie, por su parte, sólo conocía tres palabras españolas: «gracias», «señorita» y «amigo», aunque aquello no fue obstáculo para que se casaran apenas cuatro meses más tarde del concierto del Sinatra de impostura. El idioma de gestos tal vez no sea el mejor de los idiomas posibles, pero es sin duda un idioma.

   A mis abuelos, por lo visto, les gustó muy poco aquel arrebato, entre otras cosas porque ya había precedentes de más de una muchacha que se había casado a lo loco con un militar cargado de dólares mientras andaba por aquí, en un pueblo en que los dólares valían mucho más de lo que valían, y que luego, al terminar el marido el contrato militar de tres años, se iba con él a Estados Unidos a vivir en una caravana chatarrosa en medio de un páramo, transformado el soldado galante y opulento en un parado taciturno que bebía cerveza tras cerveza delante del televisor, con la violencia silenciosa de los fracasados, o no tan silenciosa. Las malcasadas volvían al pueblo con el estigma indeleble de las aventureras.

FELIPE BENÍTEZ REYES - "Cada cual y lo extraño" - (2013)

Imágenes: Ori Toor

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