Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 11 de enero de 2020

NO ESTOY ACOSTUMBRADO A ESTAS SITUACIONES


Salieron a la calle y tomaron uno de los taxis estacionados afuera del local. Rumbo al clandestino, el Tira se acordó de algo que le había contado el chileno en el aeropuerto de Panamá. El caso del condón que no era condón. Había sucedido que el compatriota se fue con una joven a uno de estos clandestinos en una estrecha calle de La Habana Vieja. Luego de la previa correspondiente, el hombre sacó un condón que le había prestado de urgencia el portero del hotel donde se alojaba y al abrirlo saltó un chorro de líquido aceitoso: era un lubricante. A la jinetera se le habían acabado los condones y él, cubierto con una cortísima toalla y una erección a toda vela, tuvo que salir de la habitación a ver si el dueño de la casa tenía alguno que le vendiera. 



Resultó que este no tenía y le preguntó a su mujer. Ella dijo que le había cedido el último a la pareja anterior. El dueño de casa abrió entonces la puerta de calle y, muy campante, le gritó al vecino de enfrente si no tenía por ahí un condón para el compañero chileno. El vecino le gritó que no, pero que tal vez el singado de la derecha podría tener, y con la misma alegría y el mismo relajo, comenzó a llamarlo a los gritos diciendo, «ey, coño, que el compañero Salvador Allende necesita un condón»; el vecino de la derecha se asomó por la ventana gritando que él tampoco tenía, que acababa de usar el último con su mujer, pero que esto había que solucionarlo, coño, que de ninguna manera se podía dejar sin singar al compañero Pablo Neruda. Y empezó a llamar al vecino de arriba, y ese al de más arriba, y en un instante toda la puta cuadra estaba en candela pidiendo a gritos un condón para el compañero chileno Víctor Jara.



   El Tira Gutiérrez se imaginó viviendo esa escena y entró en pánico. No se había acordado para nada del condón. Se lo dijo a la mulata.

   —Tú no te preocupes, papi, a mí me queda un par —sonrió canchera ella.

   Sin embargo, lo que vivió el Tira aquella noche fue tan malo o peor que lo ocurrido al compatriota de Conce. El clandestino al que llegaron era una casa de familia común y corriente en la que se rentaba una habitación en la segunda planta. La dueña los hizo pasar amablemente y, mientras les preparaba la habitación, les ofreció asiento en el living. Allí, ocupando los sillones y el sofá de tevinil, estaba la familia en pleno viendo tele —el marido, una abuela, dos hijas en edad de merecer y dos niños que parecían ser gemelos—. Mientras la abuela lo miraba fijo (una honda mirada de conmiseración), y las hijas cuchicheaban entre ellas y se reían por lo bajo, los niños, como de seis años de edad, comenzaron a preguntarle cómo se llamaba, cuántos años tenía, si acaso la mulatica era su hija. El Tira Gutiérrez, obnubilado por la vergüenza veía y oía todo como en sordina, como sumergido en un pozo de agua turbia. Hasta que un golpe en el pecho de una pelota de béisbol lanzada por uno de los niños pareció volverlo de ese limbo, y al verse ahí, sentado junto a una jovencita que lo tenía del brazo como si fueran novios, respondiendo preguntas de dos diablillos que sabían perfectamente que él estaba ahí en espera de que la madre terminara de cambiar las sábanas a la cama de arriba para subir a echar un polvo, no pudo resistir la escena, se puso de pie, pidió permiso, y salió a la calle arrastrando a la mulata.

   —Discúlpame, muchacha —le dijo—. Pero no estoy acostumbrado a estas situaciones.

   Le puso un billete de veinte dólares en la mano y escapó a perderse.
HERNÁN RIVERA LETELIER - "La muerte se desnuda en La Habana" - (2017)


Imágenes: Fares Micue

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.