Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 18 de enero de 2020

EN UNAS COORDENADAS DIFERENTES


R. L. Stevenson. Fenimore Cooper. Karl May. Emilio Salgari… Recordaba las tardes de invierno pasadas en el sillón de su casa, hundiendo la nariz en aquellos libros polvorientos que sacaba de las estanterías del despacho de su padre. A veces, antes de emprender la lectura, descubría que la polilla había empezado a hacer estragos en las páginas de papel barato, y entonces intentaba pasar las páginas del libro con un cuidado impropio de un chaval de siete años. Trataba los libros con tanto mimo que —pensaba su madre— cuando estaba leyendo parecía un viejo, un misterioso anciano menguado por una maldición o milagrosamente rejuvenecido por algún hechizo, que conservaba sin embargo las maneras de la edad y era capaz de tocar los libros con la delicadeza que hubiese empleado un entomólogo para rozar las alas de una mariposa perteneciente a alguna especie rara. Menkell leía aquellas historias desarrolladas en tierras desconocidas, protagonizadas por una raza singular de hombres audaces, y lo hacía convencido de que todo lo que contaban aquellas novelas había sucedido alguna vez, en otro lugar, en un tiempo distinto, en unas coordenadas diferentes. Cuando era niño, Menkell ni siquiera se había planteado la existencia del fértil territorio de la imaginación. Estaba convencido de que las historias, igual que las cosas, vienen todas de alguna parte. 



Por eso pensaba que en el Londres victoriano había habido un caballero empeñado en dar la vuelta al mundo en ochenta días, y en las orillas del Misisipi de los esclavos había nacido la amistad entre un niño blanco y otro negro, y que un hombre con una particular forma de cordura había buscado durante años un duelo a muerte con la gran ballena blanca. Mario no había dudado nunca de la existencia del capitán Nemo, de Sandokán o del mismísimo Sherlock Holmes, y cuando alguien —quizá un maestro del colegio, quizá su propia madre— le sacó de su error y le dijo que todos aquellos personajes habían nacido del privilegiado cerebro de hombres y mujeres dotados para la escritura, se sintió doblemente admirado y, por primera vez en su vida, limitado y torpe. A pesar de su juventud, supo admitir en él la ausencia total del talento creador que tenían los padres de aquellas criaturas hechas de palabras, y envidió el don de la inventiva como no había envidiado nunca las habilidades físicas de sus compañeros de clase, de las que también carecía.
MARTA RIVERA DE LA CRUZ - "La importancia de las cosas" - (2009)

Imágenes: Charlie Terrell

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