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sábado, 4 de enero de 2020

MIGRAÑAS (LA BELLEZA DE LO INEXPLICABLE)


Paso la tarde leyendo Migraña, el ensayo de Oliver Sacks. De entrada advierte que no hay tratamientos infalibles. En la mayoría de los casos los enfermos se convierten en peregrinos que van de médico en médico y de remedio en remedio. Eso soy, desde hace ya demasiados años.

   El libro demuestra que la migraña es interesante y que no está exenta de belleza (la belleza que late en lo inexplicable). Pero de qué sirve saber que uno sufre una enfermedad bella o interesante.

   Sacks dedica pocas páginas a la variante de migraña que yo padezco (a mi migraña), que es la más salvaje de todas, pero no la más común. Los nombres de la mía son neuralgia de migraña, dolor de cabeza histamínico, cefalea de Horton, migraña en cluster, en salvas, en racimos. Pero mucho más revelador es el sobrenombre: suicide headache. Ese es el impulso que sobreviene durante las crisis. No son pocos los enfermos que intentan mitigar el dolor dando cabezazos contra la pared. Yo lo he hecho.



   Duele un lado de la cabeza, específicamente la zona que cae bajo la influencia del nervio trigémino. Es una sensación trepidante acompañada de fotofobia, fonofobia, lagrimeos, sudoración facial, congestión nasal, entre otros síntomas. Memorizo las cifras, recito las estadísticas: solo diez de cada cien mil personas sufren migraña en racimos. Y ocho o nueve de esas diez personas son hombres.

   Los ciclos, los racimos, se desatan sin motivaciones aparentes, y duran de dos a cuatro meses. El dolor surge incontrolable, sobre todo durante la noche. Solo cabe resignarse. Hay que aceptar con buena cara la variedad de consejos, todos inútiles, que los amigos nos dan. Hasta que un buen día desaparecen —los dolores, no los amigos, aunque algunos amigos también se hartan de nuestros dolores de cabeza, pues durante esos meses nos ausentamos, nos concentramos inevitablemente en nosotros mismos.

   La felicidad de volver a ser normales puede durar uno o dos años. Y cuando ya creíamos que nos habíamos curado del todo, cuando pensábamos en las jaquecas como se piensa en un antiguo enemigo al que incluso llegamos levemente a valorar, a querer, el dolor vuelve, primero con timidez y luego con su habitual insolencia.



   Recuerdo un capítulo en que Gregory House trata a un paciente aquejado de cluster directamente con hongos alucinógenos. «Nada más da resultado», dice House, para escandalizar a su equipo médico. Pero tampoco los hongos funcionaron conmigo. Ni dormir sin almohada, ni hacer yoga, ni recibir con avidez las agujitas de acupuntura. Ni repasar la vida entera al compás del psicoanálisis (y descubrir muchas cosas, algunas de ellas funestas, pero ninguna que ahuyente el dolor). Ni dejar el queso, el vino, las almendras, los pistachos. Ni consumir una farmacia y media de agresivos medicamentos. Nada de eso me ha librado del despunte insidioso y repentino de los dolores. Lo único que no había probado era esto, dejar de fumar. Y claro, para más remate, Sacks dice que no hay pruebas sobre la relación entre las migrañas y el cigarro. En el momento en que subrayé ese pasaje sentí vértigo y desesperanza.

   Lo que más me inquieta es que estoy en plena tregua de la enfermedad. Que puedo dejar de fumar y creer que todo está bien, y lo mismo comenzar un racimo dentro de un año. Mi neurólogo, en cambio, está seguro. Estudió siete años medicina general, después otros tres para sacar la especialidad, y todo para terminar diciéndome esto: que fumar es dañino para la salud.
ALEJANDRO ZAMBRA - "Mis documentos" - (2013)

Imágenes: Genevive Zacconi 

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