Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 2 de noviembre de 2019

NO HABÍA CÓLERA EN SUS PALABRAS




Yeruldelgger miró al anciano. Tenía las manos cortadas por las cuerdas y el frío, las mejillas curtidas por el viento de las tormentas, los ojos rasgados de luchar contra los inviernos. Estaba allí, a su lado, inmóvil, con su deel bien ceñido por un cinturón ancho y las botas de montar bien plantadas sobre la tierra. Y no había cólera en sus palabras. Esa cólera contenida que Yeruldelgger sentía crecer en su interior ante cada crimen odioso que debía afrontar, ante cada inocente asesinado, ante cada vida destrozada. Una cólera vengadora que cada día le costaba más reprimir, con los puños metidos en los bolsillos, el cuello hundido entre los hombros y el corazón en llamas. Pero el anciano no dejaba ver más que una calma profunda como un lago e infinita como la llanura. Yeruldelgger tuvo de repente la extraña sensación de que el nómada ya no estaba con ellos. Simplemente permanecía allí, como la estepa, como las colinas en el horizonte, las rocas esparcidas y el viento que las erosionaba desde hacía millones de años. Pleno. Denso. Sólido. Todos se habían detenido y permanecían a la espera de algo, pero él no se movía. El tiempo parecía suspendido. Luego, una brisa los rozó, deslizándose entre ellos, alborotando la hierba, y tal como vino se fue, con un galope alegre por la estepa. Yeruldelgger sintió que toda aquella libertad le golpeaba el corazón, la libertad de aquella llanura salvaje de hierbas irisadas sobre la que corrían caballos enloquecidos. Cuando notó la mano del pequeño anciano sobre su manga, fue como si lo arrancaran de un sueño.



   —Su alma está ahora contigo —dijo el nómada—. Os pertenecéis el uno al otro hasta que la lleves a donde debe ir.



   —Lo siento, abuelo, voy a ocuparme de ella lo mejor que pueda, créeme, pero yo no le pertenezco. Yo no pertenezco a nadie —respondió Yeruldelgger, a quien no le gustaba que le vinieran con misterios.

   Él respetaba las tradiciones y creía en cosas inexplicables. En influencias, en interacciones, en algún tipo de interferencias. Pero no quería ser más que un espectador. Si le costaba tanto mantener unidos todos los fragmentos de su propia existencia, ¿qué ocurriría si tuviera que aceptar que fuerzas ajenas a su propia voluntad se inmiscuían en ella para poner orden? Ya hacía mucho tiempo que su vida se había deslizado hacia una nada fría y muda. Había perdido a su adorada hija pequeña y a la mujer que amaba y que se la había dado. E iba camino de perder a su hija mayor, que odiaba todo lo que él era. Porque él no era precisamente un regalo.

   El comisario Yeruldelgger Khaltar Guichyguinnkhen hacía tiempo que no era un regalo para nadie. ¿Cómo podía aceptar que el bienestar de una pequeña alma inocente dependiera de él?
IAN MANOOK - "Yeruldelgger, muertos en la estepa" - (2013)

Imágenes: Zorikto Dorzhiev

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