Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 9 de noviembre de 2019

LA PAUSA


Poco tiempo después de que él dijera la palabra «Pausa» me volví loca y tuvieron que ingresarme. No dijo no quiero volver a verte más ni se acabó, pero después de treinta años de matrimonio sólo me bastó escuchar Pausa para convertirme en una lunática cuyos pensamientos explotaban, rebotaban y chocaban entre sí como palomitas de maíz saltando dentro de su bolsa en el microondas. Hice esta penosa reflexión mientras yacía en mi cama del Pabellón Sur del hospital, tan saturada de Haldol que era incapaz de moverme. Las odiosas y monótonas voces que escuchaba se habían atenuado, pero no habían desaparecido del todo, y cuando cerraba los ojos veía personajes de dibujos animados corriendo por colinas rosadas para luego desaparecer entre bosques azules. Al final, el doctor P. me diagnosticó un Trastorno Psicótico Transitorio, conocido también como Psicosis Reactiva Transitoria, lo que viene a significar que realmente estás loca aunque no por mucho tiempo. Si el trastorno dura más de un mes es necesario buscarle otra etiqueta. Por lo visto suele existir un detonante que dispara ese tipo de psicosis o, como se dice en la jerga psiquiátrica, un «factor estresante». En mi caso fue Boris o, mejor dicho, su ausencia, porque Boris estaba tomándose su Pausa.




(...) La Pausa era francesa y tenía un pelo castaño lacio y brillante. Sus pechos eran notables y auténticos, no operados. Llevaba gafas rectangulares estrechas y poseía una mente excelente. Era joven, por supuesto, veinte años más joven que yo, y sospecho que Boris estuvo un tiempo deseando a su colega antes de decidirse a explorar sus zonas más prominentes. Me lo he imaginado una y otra vez. Los rizos blancos de Boris cayéndole sobre la frente mientras agarraba los pechos de la susodicha Pausa junto a las jaulas de las ratas modificadas genéticamente. Siempre me los imagino en el laboratorio, aunque es probable que me equivoque. Pasaban poco tiempo solos, y el resto del «equipo» hubiese notado enseguida cualquier ruidoso escarceo en su entorno. Quizá se refugiaban en una de las cabinas del retrete, donde mi Boris embestía a su colega con los ojos desorbitados al llegar al clímax. Yo lo sabía todo. Le había visto mil veces aquella mirada desencajada. 



La banalidad de todo el asunto (el hecho de que sea algo que los hombres repiten a diario y hasta la saciedad cuando se dan cuenta, de golpe o poco a poco, de que lo que ES no TIENE POR QUÉ SER, y entonces dan el paso necesario para librarse de unas mujeres que ya comienzan a envejecer, después de todo lo que esas mujeres les han cuidado a él y a sus hijos durante tantos años no aplaca la desgracia, los celos ni la humillación que sobrevienen a las esposas abandonadas. Esposas despreciadas. Yo gemía, gritaba y golpeaba la pared con los puños. Llegué a asustarlo. Él quería paz y que le dejara tranquilo para emprender su camino junto a la educada neurocientífica de sus sueños, una mujer con quien no compartía un pasado ni penas ni angustias ni conflictos. Y, sin embargo, Boris había dicho Pausa, no final, para dejar abierta la narración por si luego se arrepentía. Un cruel resquicio para la esperanza. Boris, el Muro. Boris, el que nunca levanta la voz. Boris, el que niega con la cabeza sentado en el sofá mientras te mira desconcertado. Boris, la rata que se casó con una poeta en 1979. Boris, ¿por qué me dejaste?
SIRI HUSTVEDT - "El verano sin hombres" - (2011)

Imágenes: Claudio Bravo

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