Desapegos y otras ocupaciones.

miércoles, 27 de mayo de 2020

MI PADRE NO DORMÍA


Mi padre no dormía. Esperaba la muerte con calma, como si aguardara una llamada telefónica en la que le confiarían una palabra clave, la consigna para cruzar una frontera. Esperaba echado en el sofá —no en la cama: ni de noche buscaba la cama—, mirando a través de las cortinas lo que pasaba en el exterior. Pocas veces exigía que le prestáramos atención: parecía un agradable animal doméstico que permite que sus amos lo olviden. A veces tosía de un modo especial, y mi hermana se le acercaba, y él le hablaba de cartas que no habían sido contestadas y que nunca serían contestadas. Aunque estaba a punto de morirse —ya le habían retirado todas las medicinas, salvo los inyectables que calmaban horribles dolores—, mi padre se comportaba con pura lucidez, habitante de una tranquila sobremesa sin fin, escuchando, con una manta escocesa sobre las piernas, música clásica en la radio.


 Pero la serenidad del hombre envuelto en la manta de cuadros escoceses, cuidadosamente vestido de excursionista con camisa de franela y amplios pantalones ásperos y arrugados de tela de gabardina, provocaba en mí una repulsión tan liviana que no me atrevería, ahora que los años han pasado, a llamarla asco: era, más bien, la prevención que se siente ante un gato enfermo, arrinconado, perdiendo pelo, en una cesta entre cojines. Mi hermana rompía la ampolla transparente, cargaba la jeringuilla desechable, ataba la cinta de goma alrededor del brazo de nuestro padre, pinchaba la vena: la sangre manchaba la droga translúcida y yo apartaba la vista. Ahora me acuerdo de un hilillo de saliva uniendo los labios entreabiertos del hombre drogado mientras mi hermana frota con un algodón empapado en alcohol el hueco del brazo donde se dibuja la encrucijada de las venas. Entonces mi padre extiende una mano y acaricia los labios de mi hermana.


 A mi padre no lo visitaba ningún amigo: su único entretenimiento consistía en observar a través de la persiana medio echada la demolición de las casas que rodeaban la nuestra: el trabajo de las excavadoras y las grúas le producía un raro consuelo. Quizá se sintiera partícipe en aquel cuidadoso afán de aniquilamiento, del que, si nuestra casa se había salvado gracias a su obstinación frente a tratantes y constructores, su organismo se convertía en emblema viviente: el cáncer lo destruía sin remedio, y yo, cuando me acercaba a él cada mañana y lo veía bien afeitado —tenía una rasuradora eléctrica que usaba además como pisapapeles—, temía enfrentarme a una arborescencia que le saliera por una oreja o un ojo o por la nariz o la boca: «El cáncer crece como una planta», había oído un día en el supermercado.
JUSTO NAVARRO - "Hermana muerte" - (1990)

Imágenes: Dina Brodsky

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