Desapegos y otras ocupaciones.

viernes, 26 de julio de 2019

LAMED VAV TZADIKIM - LOS 36 JUSTOS


   Era judía, mi madre. No de Israel, sino holandesa.

   Una pobrecita Anna Frank.

   Conoció a mi padre en el campo de Buchenwald, entre Ettersburg y Hottelstedt, cerca de Weimar. Por entonces, él militaba en el PC. Se había metido en la resistencia gabacha y se lo llevaron allí por la misma época que a Semprún. Después les tocó a ella y a sus padres. Cuando los liberaron, decidieron regresar a Barcelona e instalarse aquí. Me tuvieron poco después.

   Ya desde que estaba en su vientre, me contó la historia. La repetía una y otra vez para que me calara como una lluvia tenue, como la futura madre que se pone un auricular en la barriga para que el feto escuche a Mahler, a Brahms, a Beethoven, a Mozart, a Fauré con la esperanza de que le salga más listo, más sensible, más culto.

   Los judíos creen que en cada generación viven treinta y seis justos, los Lamed Vav Tzadikim. Si uno solo de ellos faltara, Dios nos libre, Dios no lo quiera, Dios nos proteja, el mundo se iría a tomar por el culo de inmediato. Como se fueron al garete Sodoma y Gomorra porque Abraham no pudo encontrar ni a diez entre sus calles, mucho menos en sus callejones.

   Son gente anónima.

   Son gente como Damián, como Braulio, como yo; quién sabe si hasta como el Milongas.

   Si lo era, la hemos jodido.

   «No tienen por qué ser gente buena. Son gente justa, ¿entiendes la diferencia?», decía mi madre.

   «Para hacer justicia es necesario ser implacable, y los buenos son débiles, pusilánimes incapaces de hacer lo que hay que hacer», sentenciaba.



   Durante mucho tiempo, creí que estaba loca. Que era por lo que le había pasado en Alemania. Por vivir todo el día rodeada de muerte, de la indiferencia terapéutica, de los que vivían al otro lado del espino; los que veían cómo las chimeneas tosían humo todo el día, cómo los penachos negros cubrían el sol, cómo los copos de ceniza gris se posaban sobre los pétalos de las rosas de sus jardines, de los muros de piedra que los guardaban, de los alféizares de sus ventanas, de las escamas perfectas de sus tejados.

   Pero un día antes de morir —se apagaba en la cama como una candela sin cera—, lo dijo.
Dijo:
«No lo olvides, Justo, tú eres uno de los treinta y seis».

   Fueron sus últimas palabras en vida. Porque tras la muerte de Eva empezó a darme otra vez la tabarra.

   Dicen que cada vez que a alguien se le aparece la Virgen —está en las crónicas; lo aseguran las niñas de Fátima, lo cuentan las de Lourdes—, el aire huele a flores.

   También cuando mueren los santos.

   Pues la voz de mi madre viene siempre precedida de un olor al jabón de manos Richelet con el que se las lavaba una y otra vez.

   Así que, al final, lo acabé aceptando.

   Acabé aceptando quién soy.

   Acabé aceptando lo que soy.
CARLOS BASSAS DEL REY - "Justo" - (2018)

Imágenes: Gabriela Ferreira

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