Sheila tenía veintidós años y se acababa de licenciar en música en la Universidad Bob Jones. Jake tenía veintiséis, y antes de este trabajo había sido reportero en un diario de Charlotte. Adoraba el pestazo a papel prensa que impregnaba su cubículo y los cierres a altas horas de la noche, la euforia que lo invadía después de entregar un artículo. Y entonces, en una fiesta —ella había ido en coche a Charlotte con unos amigos—, había conocido a Sheila, con su belleza reservada, al margen en cierto modo del ruido y el fulgor de aquellos veinteañeros luciendo su atractivo. Estaban en el apartamento de un amigo de un amigo. Cuando salió al balcón a fumar, se la encontró allí sentada en una silla de jardín, con un vestido azul turquesa que resplandecía en contraste con el atardecer anaranjado, mirándolo con una expectación tan palpable que Jake sintió que llegaba con retraso. Ella, con su pelo castaño rojizo y brillante y su expresión perspicaz, le pareció descaradamente pura, y pasaron toda aquella cálida noche de verano sentados en el porche del apartamento de su amigo, observando a la gente a través de las puertas de cristal, inventando diálogos cómicos para ellos, analizando sus gestos. No había cenado. Alguien en un apartamento vecino estaba haciendo carne a la parrilla, pero a pesar del olor de los filetes, se quedó con ella.
—Odio flirtear —dijo ella en un punto de la noche en el que la gente empezó a emparejarse. Él siguió la dirección de su mirada hasta el salón del apartamento, donde una chica cruzaba la sala a zancadas sobre unos tacones de aguja—. Y odio los zapatos de tacón alto.
Jake había reparado, cuando salió al porche a fumar, en los tacones azules abandonados en el suelo, en sus pies descalzos.
—¿Sabes por qué le gustan tanto a la gente?
Él le respondió que siempre había pensado que era porque estilizaban las piernas, y ella replicó excitada:
—Por la lordosis. ¿Sabes? El arco que traza la espalda de una mujer durante el apareamiento.
La observó mientras ella se subía a sus tacones y le decía que prestara atención al efecto que tenían en su postura.
—¿A que tenemos una cultura enferma?, —dijo ella.
Jake examinó su culo, sus pantorrillas tonificadas y le dio la razón sin reservas mientras proseguía con sus críticas, consciente de que también ella, con las mejillas encendidas a la luz de las lámparas que llegaba del otro lado del cristal, estaba excitada. Sheila le dijo que ojalá dejase de fumar, porque no quería que tuviese un cáncer, y él se apresuró a apagar el cigarrillo que se estaba fumando con el talón del zapato. Sheila le pidió que le diera el paquete y luego, mirándolo a los ojos, lo lanzó a sus espaldas por encima de la baranda. Él no sabía si debía estar enfadado o impresionado: Sheila era etérea, pero también un poco arpía. Cuando el fin de semana siguiente empezó a hacer planes de conducir hora y media hasta su pueblo para verla, le dio la impresión de que tal vez ya estaba enamorado.
APRIL AYERS LAWSON - "Virgen y otros relatos" - (2016)




No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.