Ford tuvo que ir tras él. Se volvió rápidamente hacia el tabernero y le pidió cuatro paquetes de cacahuetes.
—Ahí tiene, señor —le dijo el tabernero, arrojando los paquetes encima del mostrador—. Son veinticinco peniques, si es tan amable.
Ford era muy amable; le dio al tabernero otro billete de cinco libras y le dijo que se quedara con el cambio. El tabernero lo observó y luego miró a Ford. Tuvo un estremecimiento súbito: por un instante experimentó una sensación que no entendió, porque nadie en la Tierra la había experimentado antes. En momentos de tensión grande, todos los organismos vivos emiten una minúscula señal subliminal. Tal señal se limita a comunicar la sensación exacta y casi patética de la distancia a que dicho ser se encuentra de su lugar de nacimiento. En la Tierra siempre es imposible estar a más de veinticuatro mil kilómetros del lugar de nacimiento de uno, cosa que no representa mucha distancia, de manera que dichas señales son demasiado pequeñas para que puedan captarse. En aquel momento, Ford Prefect se encontraba bajo una tensión grande, y había nacido a seiscientos años luz, en las proximidades de Betelgeuse.
El tabernero se tambaleó un poco, sacudido por una pasmosa e incomprensible sensación de lejanía. No conocía su significado, pero miró a Ford Prefect con una nueva impresión de respeto, casi con un temor reverente.
—¿Lo dice en serio, señor? —preguntó con un murmullo apagado que tuvo el efecto de silenciar la taberna—. ¿Cree usted que se va a acabar el mundo?
—Sí —contestó Ford.
—Pero… ¿esta tarde?
Ford se había recobrado. Se sentía de lo más frívolo.
—Sí —dijo alegremente—; en menos de dos minutos, según mis cálculos.
El tabernero no daba crédito a aquella conversación, y tampoco a la sensación que acababa de experimentar.
—Entonces, ¿no hay nada que podamos hacer? —preguntó.
—No, nada —le contestó Ford guardándose los cacahuetes en el bolsillo.
En el silencio del bar alguien empezó a reírse con roncas carcajadas de lo estúpido que se había vuelto todo el mundo.
El hombre que se sentaba al lado de Ford ya estaba como una cuba. Levantó la vista hacia Ford, haciendo visajes con los ojos.
—Yo creía —dijo— que cuando se acercara el fin del mundo, tendríamos que tumbarnos, ponernos una bolsa de papel en la cabeza o algo parecido.
—Si le apetece, sí —le dijo Ford.
—Eso es lo que nos decían en el ejército —informó el hombre. Y sus ojos iniciaron el largo viaje hacia su vaso de whisky.
—¿Nos ayudaría eso? —preguntó el tabernero.
—No —respondió Ford, sonriéndole amistosamente, y añadió—: Discúlpeme, tengo que marcharme.
Se despidió saludando con la mano.
La taberna permaneció silenciosa un momento más y luego, de manera bastante molesta, volvió a reírse el hombre de la ronca carcajada. La muchacha que había arrastrado con él a la taberna había llegado a odiarle profundamente durante la última hora, y para ella habría sido probablemente una gran satisfacción saber que dentro de un minuto y medio su acompañante se convertiría súbitamente en un soplo de hidrógeno, ozono y monóxido de carbono. Sin embargo, cuando llegara ese momento, ella estaría demasiado ocupada evaporándose para darse cuenta.
El tabernero carraspeó. Se oyó decir:
—Pidan la última consumición, por favor.
Las enormes máquinas amarillas empezaron a descender en picado, aumentando la velocidad.
Ford sabía que ya estaban allí. Ésa no era la forma en que deseaba salir.
DOUGLAS ADAMS - "Guía del autoestopista galáctico" - (1979)
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