La pelea empezó en una taberna llamada All Star, en las afueras de Sacramento, cuando un joven llamado James Sutter se inclinó sobre la barra y dijo, así como quien no quiere la cosa, como si no estuviese hablando con nadie en concreto:
—Joder, qué asco me dan los paletos de Oklahoma.
Y, a modo de respuesta, un joven llamado Frankie Bergara se acercó el puño a la barbilla y apuntó en dirección a la puerta con la cabeza, un gesto que decía: «¡Sal fuera!». Sutter, por su parte, levantó el puño y se rozó la barbilla con un nudillo. (A las chicas les encantaba la barbilla de Sutter, cuadrada y con un hoyuelo en el centro. De eso no había duda. Les encantaba la autoridad de sus movimientos, su forma de irrumpir en la taberna con esas botas tan caras. Admiraban su soltura, el modo en que sus atavíos de vaquero, hechos a medida, descansaban sobre sus fuertes hombros). Bergara era bajito y fortachón, tenía hombros robustos y redondeados, una pelambrera rizada, y el rostro ancho y curtido por el sol. Cojeaba un pelín, como si las piernas se le arquearan alrededor de una silla de montar imaginaria. Sus pesados brazos se mecían a sus anchas a ambos lados del cuerpo mientras se dirigía a la parte de atrás entre olores a serrín y pastillas desinfectantes para urinarios.
Tras abrir la puerta trasera de una patada —consciente de las botas baratas de imitación que había heredado de su hermano mayor—, y salir al aire cálido de fuera, tomó conciencia también de otra herencia, más profunda, que se remontaba a las incontables peleas que había tenido con Cal, en el granero, hasta que a los dos les daba la risa y entonces su hermano lo soltaba, se ponía de pie y le daba algunos consejos técnicos sobre el combate cuerpo a cuerpo, y al final siempre decía:
—Que no se te olvide, chaval. Si ves que no puedes con tu adversario limpiamente, tienes que pillarlo a traición o como sea, porque perder no vale de nada, hay que ganar siempre.
Entretanto, Sutter salió por la puerta principal —y varios espectadores con él, la mayoría amigos— andando con aire chulesco, impaciente. La persona que le había enseñado a pelear había sido el encargado de mantenimiento de la familia, Rodney, un tirillas que iba siempre vestido con monos y que a la primera de cambio soltaba la llave inglesa, el rastrillo o la brocha y se ponía a darle consejos:
—Baja el hombro, redondea la espalda y lanza el puño; vuelve lo más rápido que puedas, concentra el peso en el arco del pie. Siempre que seas consciente de tus pies (incluso si no eres consciente de que eres consciente), siempre que los tengas en mente, ganarás.
Rodney, que iba de aquí para allá arreglando cosas por la casa, podando setos, taciturno y silencioso, había peleado en el torneo Golden Gloves de Chicago antes de mudarse al oeste. Cuando hablaba de peleas, sus palabras adquirían una cualidad profética. Durante los escasos segundos que necesitó Sutter para ir a la parte de atrás del edificio, donde Bergara lo estaba esperando, solo, bajo la luz de una única farola, rotando los hombros, durante esos escasos segundos tuvo la certera sensación de que llamar a Bergara «paleto de Oklahoma» había sido una broma de mal gusto. La familia de Sutter tenía raíces en Oklahoma. Su bisabuelo era originario de Tulsa. Pero esta verdad —así lo sintió mientras hacía rotar sus propios hombros— había sido enterrada bajo una reciente racha de buena suerte. Se había propuesto seguir los pasos de su padre e ir a Yale en otoño. De todas formas, Bergara era más bien vasco, o algo así, una mezcla de sangres que le hacía tener el pelo rizado, los hombros anchos y un pecho macizo.
DAVID MEANS - "Instrucciones para un funeral" - (2019)





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