Las mujeres de las que me he enamorado tenían algo en común: el sentido del humor. Todas se reían de mí. Pero hubo una excepción en la época en que me convertí en un detective: tenía una novia tan ninfómana que no encontraba tiempo ni para reírse. Hablaré de ella más adelante, pues su destino fue vital para el desarrollo de esta historia.
Qué años locos. Esta es una frase que los viejos decimos muy a menudo pensando sobre la juventud, y yo he llegado a cumplir muchos años, lo cual no deja de ser un milagro o una constelación entera de milagros. Si Dios existe, está claro que no me quiere ver por sus dominios. Tiene sentido que así sea porque he matado a mucha gente.
En aquel tiempo todavía no había matado a nadie. Mi vida se había metido en lo que me parecía un callejón sin salida. Yo era un negro, y después de la noche en que comienza todo este tinglado dejé de serlo. Mi piel era tan blanca como la de cualquier otro español que no sea un político de los que veranean en cápsulas de rayos ultravioleta. Si digo que era negro es porque escribía novelas y las firmaba otro.
Quizás los más jóvenes no recordéis cómo triunfaban en esa época las novelas policíacas. Su lectura era un asunto tan masivo que el negocio editorial estaba en su apogeo. Cada mes salían de las imprentas bosques enteros convertidos en novelas. La mayor parte estaban impresas en un papel tan barato que frecuentemente lo más negro eran las líneas, emborronadas e ininteligibles porque se transparentaba el dorso de la hoja. Cualquier persona que desease tener amigos necesitaba estar al día del desarrollo de las tramas policíacas de estos librejos. No se hablaba de otra cosa. No se pensaba en otra cosa. Su influencia hacía que proliferase el crimen y también los detectives quijotescos. Si cada época tiene un héroe, en aquel mundo oscuro y peligroso había uno en España cuya popularidad superaba a la de los políticos, los actores, los físicos e incluso a la de los hombres más admirados y respetados de cualquier sociedad civilizada: los futbolistas.
Este detective legendario era Marcos Lapiedra. Su figura estaba iluminada por el fuego de muchos muertos. Había amasado una grandiosa fortuna resolviendo calamidades. Corría en coches descapotables y los incendiaba si no encontraba aparcamiento, los bomberos le perseguían. Era un conversador admirable, pero no necesitaba hablar con una mujer para que ella cayera rendida. Aquella noche en que vi a Lapiedra por primera vez, me llamó la atención esta disposición permanente al cortejo y cómo las mujeres caían rendidas de amor sin que él tuviera que hacer nada. Parecía un asunto sobrenatural, pero era su carisma y su leyenda que trabajaban por él para ponerle cualquier falda al alcance de la mano.
JUAN SOTO IVARS - "Ajedrez para un detective novato" - (2013)




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