Una tarde oí cómo nuestro encargado decía a Katia que había venido Semén, uno de los labriegos, a pedir chillas para el ataúd de su hija y un rublo para el responso, habiéndosele concedido ambas cosas, naturalmente.
—¿Acaso son tan pobres? —pregunté.
—Mucho, señorita… Apenas tienen para comprar sal —respondió el encargado.
Se me encogió el corazón de pena, pero al mismo tiempo casi me alegré al oírlo.
Dije a Katia que iría a pasear, pero en realidad corrí a mi cuarto, recogí el poco dinero que tenía y después de santiguarme fui corriendo, a través del jardín, hacia la aldea.
La isba de Semén era la primera del poblado, de modo que llegué allí sin que nadie me viera. Dejé el dinero sobre el alféizar de una ventana, di un golpe en el postigo y salí corriendo.
Rechinó la puerta, alguien me gritó algo, pero yo procuré ocultarme y regresé a casa sudorosa y temblando de emoción y de miedo como si hubiera cometido un crimen.
Katia no dejó de advertir mi turbación y me preguntó qué me sucedía. Pero yo no entendí siquiera su pregunta.
Todo aquello me pareció, de pronto, mezquino y estúpido.
Me encerré en mi cuarto y largo rato estuve midiéndolo a grandes pasos incapaz de pensar y aún menos de analizar mis sentimientos.
Pensaba en la sorpresa y alegría de aquella pobre gente, en las palabras con que designarían al misterioso donante y sentí no haber entregado el dinero personalmente. También pensé en lo que me diría Sergio Mijailovich si le contara mi acción, pero en el fondo me alegraba de que nadie nunca lo llegaría a saber.
Tanto me embargaba la felicidad, tan imperfectos me parecían todos, yo inclusive y con tanta humildad consideraba al mundo, que llegué hasta a pensar en la muerte como dicha suprema. Sonreía, lloraba y rezaba sintiéndome poseída por un inmenso amor por todo y por todos.
LEV N. TOLSTÓI - "La felicidad conyugal" - (1859)