El primero en moverse fue el chico del número dieciocho. Ya se había levantado y cruzado media calle antes de que nadie tuviera tiempo de parpadear, antes de que nadie acertara a emitir sonido alguno. Fue como si supiera lo que tenía que hacer, como si hubiera estado esperando la oportunidad.
Despegó del escalón de su puerta como un velocista en posición, y para cuando me volví para ver quién era él ya estaba allí.
Estaba allí y después todo había terminado, y fue tan repentino que sentí como si me hubiese estallado en la cara el flash de una cámara.
Todo se tornó blanco, fantasmal, como fotogramas de un noticiero antiguo, borroso y manchado.
No podía comprender qué estaba sucediendo, no podía creer lo que estaba sucediendo.
Me senté, en la cálida tarde del último día del verano, y fui incapaz de entender lo que veía.
Lo observé lanzarse a la calle, al chico del número dieciocho, e intenté comprender.
No recuerdo haberlo visto, no el momento en sí, me acuerdo de extraños detalles, imágenes periféricas, menudencias que sucedían lejos del centro cegado.
Recuerdo que la chica que tenía al lado tiró la lata de cerveza y se echó hacia atrás, como golpeada por una onda expansiva.
Rememoro el choque de la lata contra el suelo, cómo su peso aplastó la hierba, la inclinación hacia un lado, pero manteniéndose de pie, como un poste de telégrafo medio caído tras la tormenta.
Veo imágenes a cámara lenta de la cerveza, se derramaba por el borde de la lata, un rizo de espuma que se elevaba como humo y quedaba suspendido en la luz un momento antes de estrellarse contra la hierba y salpicarme el regazo.
No sé de dónde sale eso.
No sé cómo puedo haber captado esos detalles.
Las burbujas de la cerveza explotando en chispas de aire.
Hojas de hierba que se enderezaban cuando la tierra absorbió el líquido, la gota de mi falda encogida, desvaída y secada al sol.
El brillo de la luz.
Había una mujer asomada a una ventana alta, sacudiendo una manta.
Había unos chavales preparando una barbacoa al otro lado de la calle, clavando el cuchillo en la carne para ver si estaba hecha.
Había un hombre de larga barba subido a una escalera en el número veinticinco, pintando los marcos de las ventanas, llevaba allí todo el día y casi había terminado.
Los marcos brillaban húmedos al sol, un azul pálido precioso como el primer color tenue del alba, y había sido agradable contemplar la lenta meticulosidad de su trabajo.
Había un muchacho en la puerta del jardín contiguo, limpiando sus zapatillas con un cepillo de uñas y un cuenco de agua jabonosa.
Veo todos estos instantes como si estuvieran tallados en piedra, pequeños momentos capturados y aumentados por el contexto, como figuras en una exposición de Pompeya.
La mujer de la manta se interrumpió a mitad de una sacudida, algo había captado su atención; la manta perdió impulso y empezó a ondear con suavidad contra la pared.
Ella seguía con los brazos extendidos, los labios apretados para evitar la nube de polvo.
La manta colgaba boca abajo como una bandera de señales.
Alguien dijo oh Dios mío.
Un niño en un triciclo rojo chocó contra un árbol.
Los pies se le deslizaron de los pedales y quedaron atrapados bajo las ruedas, él se escurrió del asiento y se precipitó al suelo.
Lo veo, cayendo de lado, la pierna a punto de arañar el cemento, la cabeza a punto de chocar contra el tronco, el triciclo sobre dos ruedas y la atención fija en la calle.
Su cabeza siguió girada mientras caía, y cuando se dio contra el suelo, sólo pudo quedarse allí tumbado, observando, como todos los demás.
No tendría más de tres años, yo quería correr hacia él y taparle los ojos, pero no podía moverme, así que continuó mirando.
Un hombre que estaba lavando el coche se llevó las dos manos a la coronilla y apretó los puños.
Tenía la esponja en la mano, y el agua al escurrirse le caía por la espalda, pero él no se movió.
Alguien dijo mierda mierda mierda.
Pero fundamentalmente lo que hubo fue un momento de silencio absoluto.
Quietud absoluta.
No pudo ser así, claro, debía de seguir oyéndose la música y el tráfico que pasaba por la calle principal, pero así es como lo recuerdo, con esa única y pesada pausa, la calle entera paralizada como un retablo de bocas abiertas.
Y el chico del número dieciocho, que se desplazaba por el instante bloqueado como una bendición.
Parecía, o al menos lo parece ahora, que todo lo demás estaba parado.
La lata de cerveza sorprendida entre la mano y el suelo.
La manta sin llegar a tocar la pared.
El niño del triciclo a un suspiro del árbol.
Una exclamación en mi garganta, contenida, como el aire en el cuello pellizcado de un globo.
Y todo parecía erróneo por algún motivo, irreal, desligado de la clase de día que habíamos pasado.
Un día corriente, lento, cálido y tranquilo, la gente hablaba en los rellanos de las puertas, los niños jugaban, música, una barbacoa.
Me había despertado con la primera luz al oír el portazo del taxi, unos conocidos míos del número diecisiete que regresaban de una larga noche de marcha y arrastraban los pies lentamente por la calle.
No había podido volver a dormirme, me había quedado en la cama observando cómo el sol iluminaba la habitación, escuchando a los críos que corrían fuera, el traqueteo familiar del niño del triciclo.
Más tarde me había levantado y desayunado, había intentado empezar a hacer las maletas, me había sentado en el escalón de la entrada para tomar té y leer revistas.
Había ido a la tienda y cruzado unas palabras con el chico del dieciocho; era extraño y tímido y no tenía sentido que luego fuese él quien reaccionara tan al instante.
Llovió hacia el final de la tarde, de repente y en abundancia, pero eso fue todo, no sucedió nada más extraño o inesperado aquel día.
Y por algún motivo parece incorrecto que no hubiera un clímax, un presentimiento en el aire, una premonición, aviso o pista.
Me pregunto si no la hubo, de hecho, si no hubo algo que yo me perdí porque no prestaba atención.
El silencio no duró mucho, la gente empezó a salir disparada hacia la calle, gritando, abriendo puertas y ventanas.
Una mujer de más abajo corrió hacia ellos, se detuvo a mitad de camino y se dio la vuelta cubriéndose el rostro con manos temblorosas.
El hombre de la escalera hizo una llamada con su móvil antes de bajar y abandonar el último marco a medio pintar.
Gente que ni siquiera reconocí salía de las casas para unirse a los demás.
Pero yo y la otra chica, Sarah, nos quedamos allí, mirando, con la boca abierta.
Si hubiésemos sido más íntimas, o más jóvenes, nos habríamos entrelazado las manos con fuerza, pero no lo hicimos.
Creo que ella recogió la cerveza y bebió otro trago, y creo que yo también.
No lo recuerdo, lo único que recuerdo es observar el telón de piernas en la calle, intentar ver a través.
Intentar no ver a través.
Después de unos minutos, el ruido pareció disminuir de nuevo en la calle.
El nudo de gente se aflojó, se apartó.
Miraban hacia la calle principal, miraban sus relojes, esperaban.
Recuerdo haber reparado en que, pese a todo, seguía saliendo música de al menos media docena de ventanas, y en que las canciones fueron silenciadas, una a una, como las luces que se apagan al final de Los Walton.
Recuerdo un olor a quemado, y ver que los chicos del otro lado se habían dejado la carne en la barbacoa.
Veía el humo que empezaba a enroscarse hacia el cielo.
Veía rostros en las ventanas.
Veía gente mirando hacia arriba, con los ojos puestos en la única puerta que seguía cerrada.
Esperando que se abriera, confiando en que no.
JON McGREGOR - "Si nadie habla de las cosas que importan" - (2002)
Imágenes: Jo Whaley