Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 31 de mayo de 2025

AL MIRARME EN EL ESPEJO, ENCONTRABA A ALGUIEN AJENO


Ocurrió en el recreo. Al sonar la campana mis compañeros corrieron al patio de juegos.

   Antes de salir, yo solía ordenar mis cuadernos, guardar los lápices en su estuche —aunque después del recreo tuviera que volverlos a sacar—, y siempre llegaba tarde a los juegos. Ese día, sin embargo, llegué al patio y nadie se había subido al resbalín. Era más alto y más empinado que los del parque de mi barrio. Al final, antes de aterrizar, un respingo te hacía sentir un leve vértigo. Un anticipo de la vida.

   Fue un golpe seco, y la sangre comenzó a salir en el mismo instante en que mi nuca tocó la piedra filosa. Los niños, a mi alrededor, se quedaron quietos, sin emitir sonido alguno, como los miembros de un coro que de súbito hubiesen perdido la voz. Me pasé la mano por la herida de la cabeza y sentí el contacto tibio y viscoso de la sangre. Corrí hacia el baño y cerré la puerta con llave. Mi ser se perdía a través de esa herida y ya nunca más iba a recuperarlo.



   Alertadas por los niños, las maestras comenzaron a tocar la puerta del baño. Pero yo no podía abrirles.

   Lograron entrar. La herida ya no sangraba, pero según les informaron más tarde a mis padres, mis manos, mis brazos y mi cara estaban cubiertos de sangre.

   No sé qué ocurrió en el interior de ese baño.

   Las baldosas estaban frías. Una lucerna en lo alto, por donde entraba la luz de la mañana, dejaba constancia del mundo que había quedado afuera. El resto se pierde en un paisaje gris, sin forma. En el hospital me hicieron cinco puntos en la cabeza. Camino a casa, en el automóvil de mi madre, sentía que mi piel se había dado vuelta, dejando expuesto todo aquello que debía resguardar: las tripas, el corazón, los pulmones, el hígado, las venas.

   Un chirrido metálico irrumpió en el silencio del pasillo. El hombre y la mujer se habían desprendido.

   Al llegar, cerré la puerta de mi cuarto con llave y me dormí. Dormí de forma profunda. No oí los golpes de mis padres, ni tampoco al cerrajero que llamaron para abrir la puerta. Desperté con los puños cerrados. Había apretado los dedos con tal intensidad que mis uñas habían dejado heridas en mi palma. Perdí el apetito y ya apenas volví a hablar.


  

 Durante las siguientes semanas me hicieron exámenes, buscando algún golpe en la cabeza que hubiera dejado un trauma. Pero no lo encontraron. Frustrados e incapaces de entender lo que me ocurría, mis padres culparon al colegio de negligencia. Yo sabía, sin embargo, que el proceso había comenzado mucho antes. Cuando caminaba en el patio de cemento de mi escuela, mi cuerpo no era mío. Miraba mi mano y todo en ella me era extraño, la piel blanca, los dedos delgados. A veces me asaltaba un terror indecible y quedaba paralizada, desconociéndome, desconociendo cuál era el mecanismo que hacía que cada dedo se moviera. También, en ocasiones, al mirarme en el espejo, encontraba a alguien ajeno. Me era difícil creer que esos ojos negros que me escrutaban sorprendidos desde sus órbitas, que ese torso estrecho y esas trenzas apretadas y oscuras fueran «yo». Era tan intenso mi desconcierto y mi miedo, que olvidaba respirar, y era tan solo en ese resuello agitado, en esa búsqueda apurada de oxígeno para alimentar mis pulmones, que volvía a encontrarme con mi cuerpo. Después de la caída, los episodios de extrañeza se fueron haciendo más frecuentes, y el contacto con el resto de mis compañeros más escaso.

   Me cambiaron de colegio y comencé una nueva vida. Una vida donde mi cuerpo había quedado al revés. Un cuerpo que nadie podía tocar.

CARLA GUELFENBEIN - "Contigo en la distancia" - (2015)


Imágenes: Bing Wright

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