Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 29 de mayo de 2025

UNA MÁQUINA DE SAUDADES


   Con esa foto, siempre parece que hay gente en la casa de Chorima. Está en la cocina, que es también comedor y sala de estar. La foto de su boda, la de Eutel y María. Paipai y Maimai. Es lo primero que se deja ver. Aunque esté la televisión encendida. No es una foto de grupo festivo, de esas en las que aparecen todos los invitados. En el atrio de la iglesia, solo están ellos dos, en el centro, y los padrinos. Al lado izquierdo, cerca de la novia, la madre de Eutel, la abuela Emilia. En el otro extremo, Antón, el Otro. Él hacía de padrino como hermano de la novia. Estaba en lugar del padre, Francisco, que había muerto unos meses antes. Por eso, Maimai lleva un traje de luto. Es ella la que más destaca. El largo velo de encaje negro enmarca la cara, que es también la de la única sonrisa que aparece en la foto. La de su mirada. La boca está cerrada, pero sus ojos, achinados, están riendo. Como si hubiese un entendimiento con el otro centro alegre de la foto, el pequeño ramo de rosas blancas, media docena, no más, que sujeta con las dos manos. Las rosas las había traído Antón del jardín de Silvia, en Candea. Eso lo sabemos por otro detalle. Porque Antón llegó tarde.

   —Tarde pero a tiempo —dijo él.

   Fue en la bicicleta y llegó tarde. Está muy serio, como Emilia y el propio novio, Eutel. Lo de Eutel no es extraño porque sale siempre muy señor en las fotos, desde niño. Pero a Antón se le ve riendo incluso en los entierros. En esta imagen, está muy serio. Enojado.

   «No, enojado no —decía él siempre—. Estoy circunspecto».



   Hay un detalle que, una vez observado, hace que aquella imagen tan sobria sea también la más cómica del álbum familiar. Antón lleva puesto el traje. El traje de toda la vida, con la corbata de rombo. Pero también tiene puestas las pinzas que sujetan las perneras del pantalón para ir en bicicleta, con los calcetines y los tobillos a la vista.

   Las fotos en color envejecieron antes. Les pasa lo que al televisor, que también se le pusieron viejos los colores. A veces me quedo mirando por la noche, abrigado con el saco de neopreno, y me parece que va a colapsar, que va a vomitar todos los colores del mundo en gelatina. Pero el único que lo quiere cambiar soy yo. Por uno grande, un Smart de la hostia de pulgadas, como el que hay en el Edén.

   Para mi padre es solo una máquina de saudades.

   —¿Y qué fue del Hombre del Tiempo?

   —¿Qué Hombre del Tiempo, padre?

   —¡El de las Isobaras!

   —Ese murió. Y las Isobaras también.

   —¡Bah! Vas a enfermar con ese traje de buzo

puesto.

   —Voy a enfermar si no me lo pongo.



   De las fotos de color, hay dos enmarcadas en la pared y otras más, pequeños retratos, en la repisa del aparador. En una de las enmarcadas, se ve a Maimai conmigo en el regazo y con la nena Chelo agarrada a la falda. En la otra, estamos Chelo y yo con Eutel al lado del primer John Deere. Fue una foto obsequio del vendedor. Y tiene un aire de cartel publicitario. Eutel con camisa blanca, una sonrisa de domingo, el rostro sonrosado. Chelo con un pantalón de peto de hule azul. Y yo con una camisa de felpa, en cuadros negros y rojos. Es la más descolorida, como si aquel día del triunfo hubiera comenzado el tiempo a correr a más velocidad. 

   —¡Es en blanco y negro! —destacaba siempre el Otro de la foto de la boda. Y no era en tono de demérito, sino para proclamar una calidad que parecía hacerla única. Nadie, por lo visto, hacía fotos de boda en blanco y negro en los años noventa.

   Para Paipai no había misterio ninguno. Ni voluntad de estilo. Ni nada.

   —Lo que le pasó al fotógrafo fue que se le acabaron los carretes en color. Y no dijo nada. Hizo las fotos con lo que tenía a mano y listo. ¡Y eso que venía de Monforte! Cuando fuimos a buscarlas, todas estaban en blanco y negro y yo me quejé. Pero el hombre se sublevó. Me trató de ignorante y todo. De entrada, me hizo notar que todos nosotros vestíamos en blanco y negro. Más en negro que en blanco. Comenzando por Maimai, que llevaba un vestido de luto. Con velo de encaje, sí, pero también negro. Y luego me soltó aquella perorata de que el blanco y negro, en fotografía y también en cine, transmitía más verdad que el color. Que nunca pasaría de moda. Que la dichosa foto, la principal, era una obra de arte. Por lo de las pinzas de la bicicleta, digo yo.

   —Sí, señor —recalcaba el Otro, ni que fuese a medias con el fotógrafo—. En blanco y negro. El color de la eternidad. Miradla bien. ¡No pasa el tiempo por ella!

   Y es cierto que la foto sigue ahí. En la cocina de Chorima. Trabajando para la eternidad.

MANUEL RIVAS - "Detrás del cielo" - (2024)


Imágenes: Mart Aire

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