La acompañó al aeropuerto. Se quedó con ella hasta la última llamada para subir al avión. Antes de desaparecer detrás de la puerta de embarque, Matilde lo besó largamente y se echó a llorar reprendiéndose entre sollozos por su actitud, mientras se consolaba diciendo que llorar era absurdo cuando se verían pronto. Le hizo prometer a Sofian que viajaría en unos meses a París. Después, el teléfono sonó varias veces en esa casa donde vivieron dos años: la voz entrecortada de Matilde, precipitándose a dar explicaciones. Silencios. Se acabó. El sonido agudo del teléfono descolgado. La noche y el frío de la noche. Idas y venidas en la habitación, como un puma en cautiverio, tratando de convencerse de que ella se había marchado por su incapacidad de adaptarse a un mundo distinto del suyo. Podía reducirla a eso. O decir que nunca estuvo tan cerca de la soledad de alguien, y sin embargo, nunca había dejado de ser un juego, un juego en el que había tanto de verdad como de mentira.
Esa historia tuvo que llegar a su fin; como sucede con las cosas que queremos preservar y que, por ansiedad o por miedo de perderlas, terminamos devorando. Había que arrancarla de él, de todo su cuerpo, llevarla al olvido. El olvido fue mi única salida. ¿Sabes? Si no hubiera olvidado me hubiera vuelto loco o hubiera matado a alguien para poder calmar mi sed de venganza. Deseé miles de veces la muerte de otros para no desear la de ella. Estuve obsesionado con la idea de que debía morir y que su madre me llamaría cualquier día para decirme que estaba muerta, que todo había acabado. Viví con esa idea por necesidad hasta comprender que ya no estaba del lado del hedonismo, sino de la renuncia, del duelo. Tenía que vivir ese duelo, soportarlo en sus formas más intensas para después volver a abrirme a los otros. Esas fueron sus palabras: olvidar la absurda presunción de poseer; dejarla caer, así quedaba libre para todas las ambiciones, desde la más pequeña hasta la más desbordante.
PATRICIA DE SOUZA - "La mentira de un fauno" - (1998)
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