También le conté que cuando miro una textura de círculos o agujeros demasiado pegados, me agarran ganas de vomitar. Me respondió que es normal, que es una especie de fobia a la trama. Después de ofrecerme unos pañuelos descartables que vienen enrollados dentro de un cubo de madera, la psiquiatra me sugirió por primera vez la posibilidad de tomar antidepresivos. No supe qué responderle y me sonrió. Al salir del consultorio, noté que la planta de su sala de espera estaba demasiado seca pero no le dije nada. En la calle empezó a caer la noche y entré a dos o tres negocios a mirar jabones, tazas, manteles de hule. Todas cosas que necesitaría en caso de tener una casa nueva, pero ahora no es ese momento. Me gusta mucho mirar objetos de casas que tendré, en un futuro, mientras se hace de noche y ahí afuera en la avenida también se oyen algunas persianas cayendo, derramándose.
Antidepresivos.
Desconozco el nombre que llevarán esos medicamentos que evitan que uno caiga, que uno se derrame hacia los costados. Ni siquiera conozco las marcas. Creo que prefiero vivir no sabiendo.
Una vez dentro de la casa de mi madre, donde estoy viviendo momentáneamente, acaricio a mis gatos. Un lomo es terso, el otro crespo como cabello de niño recién rapado. Los tres, ellos y yo, estamos en esta convivencia forzada y de prestado. Más temprano, hoy a la tarde, decidí tener un buen gesto con mi madre y le ofrecí doscientos cincuenta pesos para que hiciera algunas compras. «¿No las querés hacer vos?», me dijo. Le respondí que no. Tengo tantas cosas en la cabeza. Me hizo un gesto de que entendía, y aseguró que compraría milanesas de pollo y de pescado. Todo bicho muerto que pueda tomar sabor de cocción y especias.
El fin de semana me enteré que a mi hermana del medio, porque somos tres, le van a sacar el útero porque le creció algo dentro. Como esos yuyos que crecen en los balcones, en los techos de los edificios demasiado viejos, esos lugares que ya nadie mira. ¿El útero entero? Sí, entero. Debe ser pesado un útero entero, pesado fuera de un cuerpo porque adentro, rodeado de líquido, nada pesa demasiado.
A mis gatos les gusta arrojar vasos rellenos de líquido al vacío. Les hace bien experimentar con la fuerza de gravedad, una y otra vez, permanentemente, ver que las cosas caen y se rompen. Que no todo se regenera. Que un día algo extraño crece dentro y zas, hay que rebanarlo. Hacerlo desaparecer, volverlo añicos como un vaso sobre el piso de madera de este departamento pintoresco que supo conseguir mi madre y que paga todos los meses porque ser dueña no es algo que le haya sido dado. Antes de darme un baño, vuelvo a acariciar el lomo de mis gatos y siento cómo el corazón les late. Es pequeño ese órgano en los gatos, equivale a una taza de café. A un cacharrito. Mi hermana del medio es la más parecida a mi mamá: serán los ojos, o el pelo. La estatura y la curvatura de la espalda.
Mi mamá volvió del supermercado y trajo las carnes líquidas y chiclosas dentro de bandejas que rebalsan sangre. Las guarda en el freezer. «Cuando llegues tarde y no sepas qué comer, podés descongelarlas en el microondas», me dice. Después se mete a bañar. Enciendo la radio. Las horas que pasan en la casa de mi mamá son distintas, tienen menos espacio. Llevan más urgencia. Trato de respirar hondo.
CAMILA FABBRI - "Estamos a salvo" - (1922)
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