De la viga que remataba la puerta colgaban carámbanos, y yo me quedaba allí mientras imaginaba que se partían y me atravesaban los pechos, se me clavaban en el grueso cartílago del hombro como balas o se me hundían en el cerebro. Los vecinos de al lado habían apartado con la pala la nieve de la acera.
Mi padre no confiaba en esa familia, porque eran luteranos y él católico. Pero es que mi padre desconfiaba de todo el mundo. Era miedoso y un tanto chalado, tal como suele ocurrir con los viejos borrachos. En Navidad, aquellos vecinos luteranos habían dejado junto a nuestra puerta una cesta de mimbre blanca con manzanas enceradas envueltas en celofán, una caja de bombones y una botella de jerez. Recuerdo que la tarjeta decía: «Dios os bendiga a los dos».
¿Quién sabía lo que ocurría realmente dentro de casa mientras yo estaba trabajando? Era un edificio colonial de tres plantas de madera marrón y con unas molduras rojas descascaradas. Me imagino a mi padre tragándose ese jerez con espíritu navideño y encendiendo un viejo puro en los fogones. Una imagen curiosa. Generalmente bebía ginebra. A veces cerveza. Como ya he dicho, era un borracho. A ese respecto, era una persona sencilla. Cuando tenía algún problema, resultaba fácil distraerlo y consolarlo: solo tenías que darle una botella y dejarlo solo. Por supuesto, el hecho de que bebiera tanto me incomodaba cuando era joven. Me ponía muy tensa, de los nervios. Es lo que ocurre cuando vives con un alcohólico. En este sentido, mi historia no tiene nada de particular. He vivido con muchos alcohólicos a lo largo de los años, y cada uno me ha enseñado que no sirve de nada preocuparse, que no lleva a nada preguntar por qué, que es suicida intentar ayudarlos. Ellos son así, para bien o para mal. Ahora vivo sola. Felizmente. Alegremente, incluso.
Soy demasiado mayor para preocuparme por los asuntos de los demás. Y ya no pierdo el tiempo pensando en el futuro, inquietándome por cosas que todavía no han ocurrido. Pero cuando era joven siempre estaba preocupada. Uno de los principales motivos era mi futuro, y luego, sobre todo, estaba mi padre: cuánto le quedaba de vida, si habría desencadenado algún desastre, qué panorama me encontraría cuando, por la tarde, regresara a casa del trabajo.
OTTESSA MOSHFEGH - "Mi nombre era Eileen" - (2015)
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