Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 17 de mayo de 2025

CUANDO EL MIEDO ATRAVIESA MIS OJOS

 


Sí. Seguramente, me encontrarán así, vestido todavía y mirándoles de frente, casi del mismo modo en que yo encontré a Sabina entre la maquinaria abandonada del molino. Sólo que yo, aquel día, no tuve otros testigos de mi hallazgo que la perra y el gemido acerado de la niebla al romperse contra los árboles del río.

   (Es extraño que recuerde esto ahora, cuando el tiempo ya empieza a agotarse, cuando el miedo atraviesa mis ojos y la lluvia amarilla va borrando de ellos la memoria y la luz de los ojos queridos. De todos, salvo de los de Sabina. ¿Cómo olvidar aquellos ojos fríos que se clavaban en los míos mientras trataba de romper el nudo que aún quería inútilmente sujetarles a la vida? ¿Cómo olvidar aquella larga noche de diciembre, la primera que pasaba completamente solo ya en Ainielle, la más larga y desolada de las noches de mi vida?)



   Hacía ya dos meses que los de Casa Julio se habían ido. Esperaron a que el centeno madurara, lo vendieron en Biescas junto con las ovejas y algunos muebles viejos y, una mañana de octubre, antes de ser de día, cargaron en la yegua las cosas que pudieron y se alejaron por el monte hacia la carretera. También, aquella noche, corrí a esconderme en el molino. Lo hacía siempre que alguien se marchaba para no tener que despedirme, para que nadie viera la pena que me ahogaba cada vez que, en Ainielle, otra casa se cerraba. Y, allí, sentado en la penumbra, como una pieza más entre las de la maquinaria ya inservible del molino, les oía perderse poco a poco por la senda que lleva a tierra baja. Aquella vez, sin embargo, sería ya la última.



   Después de la de Julio, no había ya otra casa que cerrar ni otra esperanza de vida para Ainielle que las mías. Por eso, aquella noche la pasé entera ya escondido en el molino. Por eso, aquella noche, cuando los de Casa Julio llamaron muy temprano a la puerta de la mía, Sabina era la única que todavía podía oírles. Pero tampoco ella bajó a abrirles. Ni siquiera se acercó hasta la ventana a despedirles con un último gesto o una última mirada. Con la memoria y el corazón deshechos por el llanto, escondió la cabeza debajo de la almohada para no escuchar más los golpes en la puerta ni los cascos de la yegua cuando se alejaban.

JULIO LLAMAZARES - "La lluvia amarilla" - (1988)


Imágenes: Manuel Cosentino

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