Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 31 de mayo de 2025

AL MIRARME EN EL ESPEJO, ENCONTRABA A ALGUIEN AJENO


Ocurrió en el recreo. Al sonar la campana mis compañeros corrieron al patio de juegos.

   Antes de salir, yo solía ordenar mis cuadernos, guardar los lápices en su estuche —aunque después del recreo tuviera que volverlos a sacar—, y siempre llegaba tarde a los juegos. Ese día, sin embargo, llegué al patio y nadie se había subido al resbalín. Era más alto y más empinado que los del parque de mi barrio. Al final, antes de aterrizar, un respingo te hacía sentir un leve vértigo. Un anticipo de la vida.

   Fue un golpe seco, y la sangre comenzó a salir en el mismo instante en que mi nuca tocó la piedra filosa. Los niños, a mi alrededor, se quedaron quietos, sin emitir sonido alguno, como los miembros de un coro que de súbito hubiesen perdido la voz. Me pasé la mano por la herida de la cabeza y sentí el contacto tibio y viscoso de la sangre. Corrí hacia el baño y cerré la puerta con llave. Mi ser se perdía a través de esa herida y ya nunca más iba a recuperarlo.



   Alertadas por los niños, las maestras comenzaron a tocar la puerta del baño. Pero yo no podía abrirles.

   Lograron entrar. La herida ya no sangraba, pero según les informaron más tarde a mis padres, mis manos, mis brazos y mi cara estaban cubiertos de sangre.

   No sé qué ocurrió en el interior de ese baño.

   Las baldosas estaban frías. Una lucerna en lo alto, por donde entraba la luz de la mañana, dejaba constancia del mundo que había quedado afuera. El resto se pierde en un paisaje gris, sin forma. En el hospital me hicieron cinco puntos en la cabeza. Camino a casa, en el automóvil de mi madre, sentía que mi piel se había dado vuelta, dejando expuesto todo aquello que debía resguardar: las tripas, el corazón, los pulmones, el hígado, las venas.

   Un chirrido metálico irrumpió en el silencio del pasillo. El hombre y la mujer se habían desprendido.

   Al llegar, cerré la puerta de mi cuarto con llave y me dormí. Dormí de forma profunda. No oí los golpes de mis padres, ni tampoco al cerrajero que llamaron para abrir la puerta. Desperté con los puños cerrados. Había apretado los dedos con tal intensidad que mis uñas habían dejado heridas en mi palma. Perdí el apetito y ya apenas volví a hablar.


  

 Durante las siguientes semanas me hicieron exámenes, buscando algún golpe en la cabeza que hubiera dejado un trauma. Pero no lo encontraron. Frustrados e incapaces de entender lo que me ocurría, mis padres culparon al colegio de negligencia. Yo sabía, sin embargo, que el proceso había comenzado mucho antes. Cuando caminaba en el patio de cemento de mi escuela, mi cuerpo no era mío. Miraba mi mano y todo en ella me era extraño, la piel blanca, los dedos delgados. A veces me asaltaba un terror indecible y quedaba paralizada, desconociéndome, desconociendo cuál era el mecanismo que hacía que cada dedo se moviera. También, en ocasiones, al mirarme en el espejo, encontraba a alguien ajeno. Me era difícil creer que esos ojos negros que me escrutaban sorprendidos desde sus órbitas, que ese torso estrecho y esas trenzas apretadas y oscuras fueran «yo». Era tan intenso mi desconcierto y mi miedo, que olvidaba respirar, y era tan solo en ese resuello agitado, en esa búsqueda apurada de oxígeno para alimentar mis pulmones, que volvía a encontrarme con mi cuerpo. Después de la caída, los episodios de extrañeza se fueron haciendo más frecuentes, y el contacto con el resto de mis compañeros más escaso.

   Me cambiaron de colegio y comencé una nueva vida. Una vida donde mi cuerpo había quedado al revés. Un cuerpo que nadie podía tocar.

CARLA GUELFENBEIN - "Contigo en la distancia" - (2015)


Imágenes: Bing Wright

jueves, 29 de mayo de 2025

UNA MÁQUINA DE SAUDADES


   Con esa foto, siempre parece que hay gente en la casa de Chorima. Está en la cocina, que es también comedor y sala de estar. La foto de su boda, la de Eutel y María. Paipai y Maimai. Es lo primero que se deja ver. Aunque esté la televisión encendida. No es una foto de grupo festivo, de esas en las que aparecen todos los invitados. En el atrio de la iglesia, solo están ellos dos, en el centro, y los padrinos. Al lado izquierdo, cerca de la novia, la madre de Eutel, la abuela Emilia. En el otro extremo, Antón, el Otro. Él hacía de padrino como hermano de la novia. Estaba en lugar del padre, Francisco, que había muerto unos meses antes. Por eso, Maimai lleva un traje de luto. Es ella la que más destaca. El largo velo de encaje negro enmarca la cara, que es también la de la única sonrisa que aparece en la foto. La de su mirada. La boca está cerrada, pero sus ojos, achinados, están riendo. Como si hubiese un entendimiento con el otro centro alegre de la foto, el pequeño ramo de rosas blancas, media docena, no más, que sujeta con las dos manos. Las rosas las había traído Antón del jardín de Silvia, en Candea. Eso lo sabemos por otro detalle. Porque Antón llegó tarde.

   —Tarde pero a tiempo —dijo él.

   Fue en la bicicleta y llegó tarde. Está muy serio, como Emilia y el propio novio, Eutel. Lo de Eutel no es extraño porque sale siempre muy señor en las fotos, desde niño. Pero a Antón se le ve riendo incluso en los entierros. En esta imagen, está muy serio. Enojado.

   «No, enojado no —decía él siempre—. Estoy circunspecto».



   Hay un detalle que, una vez observado, hace que aquella imagen tan sobria sea también la más cómica del álbum familiar. Antón lleva puesto el traje. El traje de toda la vida, con la corbata de rombo. Pero también tiene puestas las pinzas que sujetan las perneras del pantalón para ir en bicicleta, con los calcetines y los tobillos a la vista.

   Las fotos en color envejecieron antes. Les pasa lo que al televisor, que también se le pusieron viejos los colores. A veces me quedo mirando por la noche, abrigado con el saco de neopreno, y me parece que va a colapsar, que va a vomitar todos los colores del mundo en gelatina. Pero el único que lo quiere cambiar soy yo. Por uno grande, un Smart de la hostia de pulgadas, como el que hay en el Edén.

   Para mi padre es solo una máquina de saudades.

   —¿Y qué fue del Hombre del Tiempo?

   —¿Qué Hombre del Tiempo, padre?

   —¡El de las Isobaras!

   —Ese murió. Y las Isobaras también.

   —¡Bah! Vas a enfermar con ese traje de buzo

puesto.

   —Voy a enfermar si no me lo pongo.



   De las fotos de color, hay dos enmarcadas en la pared y otras más, pequeños retratos, en la repisa del aparador. En una de las enmarcadas, se ve a Maimai conmigo en el regazo y con la nena Chelo agarrada a la falda. En la otra, estamos Chelo y yo con Eutel al lado del primer John Deere. Fue una foto obsequio del vendedor. Y tiene un aire de cartel publicitario. Eutel con camisa blanca, una sonrisa de domingo, el rostro sonrosado. Chelo con un pantalón de peto de hule azul. Y yo con una camisa de felpa, en cuadros negros y rojos. Es la más descolorida, como si aquel día del triunfo hubiera comenzado el tiempo a correr a más velocidad. 

   —¡Es en blanco y negro! —destacaba siempre el Otro de la foto de la boda. Y no era en tono de demérito, sino para proclamar una calidad que parecía hacerla única. Nadie, por lo visto, hacía fotos de boda en blanco y negro en los años noventa.

   Para Paipai no había misterio ninguno. Ni voluntad de estilo. Ni nada.

   —Lo que le pasó al fotógrafo fue que se le acabaron los carretes en color. Y no dijo nada. Hizo las fotos con lo que tenía a mano y listo. ¡Y eso que venía de Monforte! Cuando fuimos a buscarlas, todas estaban en blanco y negro y yo me quejé. Pero el hombre se sublevó. Me trató de ignorante y todo. De entrada, me hizo notar que todos nosotros vestíamos en blanco y negro. Más en negro que en blanco. Comenzando por Maimai, que llevaba un vestido de luto. Con velo de encaje, sí, pero también negro. Y luego me soltó aquella perorata de que el blanco y negro, en fotografía y también en cine, transmitía más verdad que el color. Que nunca pasaría de moda. Que la dichosa foto, la principal, era una obra de arte. Por lo de las pinzas de la bicicleta, digo yo.

   —Sí, señor —recalcaba el Otro, ni que fuese a medias con el fotógrafo—. En blanco y negro. El color de la eternidad. Miradla bien. ¡No pasa el tiempo por ella!

   Y es cierto que la foto sigue ahí. En la cocina de Chorima. Trabajando para la eternidad.

MANUEL RIVAS - "Detrás del cielo" - (2024)


Imágenes: Mart Aire

martes, 27 de mayo de 2025

ESOS LUGARES QUE YA NADIE MIRA


También le conté que cuando miro una textura de círculos o agujeros demasiado pegados, me agarran ganas de vomitar. Me respondió que es normal, que es una especie de fobia a la trama. Después de ofrecerme unos pañuelos descartables que vienen enrollados dentro de un cubo de madera, la psiquiatra me sugirió por primera vez la posibilidad de tomar antidepresivos. No supe qué responderle y me sonrió. Al salir del consultorio, noté que la planta de su sala de espera estaba demasiado seca pero no le dije nada. En la calle empezó a caer la noche y entré a dos o tres negocios a mirar jabones, tazas, manteles de hule. Todas cosas que necesitaría en caso de tener una casa nueva, pero ahora no es ese momento. Me gusta mucho mirar objetos de casas que tendré, en un futuro, mientras se hace de noche y ahí afuera en la avenida también se oyen algunas persianas cayendo, derramándose.

   Antidepresivos.

   Desconozco el nombre que llevarán esos medicamentos que evitan que uno caiga, que uno se derrame hacia los costados. Ni siquiera conozco las marcas. Creo que prefiero vivir no sabiendo.



   Una vez dentro de la casa de mi madre, donde estoy viviendo momentáneamente, acaricio a mis gatos. Un lomo es terso, el otro crespo como cabello de niño recién rapado. Los tres, ellos y yo, estamos en esta convivencia forzada y de prestado. Más temprano, hoy a la tarde, decidí tener un buen gesto con mi madre y le ofrecí doscientos cincuenta pesos para que hiciera algunas compras. «¿No las querés hacer vos?», me dijo. Le respondí que no. Tengo tantas cosas en la cabeza. Me hizo un gesto de que entendía, y aseguró que compraría milanesas de pollo y de pescado. Todo bicho muerto que pueda tomar sabor de cocción y especias.

   El fin de semana me enteré que a mi hermana del medio, porque somos tres, le van a sacar el útero porque le creció algo dentro. Como esos yuyos que crecen en los balcones, en los techos de los edificios demasiado viejos, esos lugares que ya nadie mira. ¿El útero entero? Sí, entero. Debe ser pesado un útero entero, pesado fuera de un cuerpo porque adentro, rodeado de líquido, nada pesa demasiado.



   A mis gatos les gusta arrojar vasos rellenos de líquido al vacío. Les hace bien experimentar con la fuerza de gravedad, una y otra vez, permanentemente, ver que las cosas caen y se rompen. Que no todo se regenera. Que un día algo extraño crece dentro y zas, hay que rebanarlo. Hacerlo desaparecer, volverlo añicos como un vaso sobre el piso de madera de este departamento pintoresco que supo conseguir mi madre y que paga todos los meses porque ser dueña no es algo que le haya sido dado. Antes de darme un baño, vuelvo a acariciar el lomo de mis gatos y siento cómo el corazón les late. Es pequeño ese órgano en los gatos, equivale a una taza de café. A un cacharrito. Mi hermana del medio es la más parecida a mi mamá: serán los ojos, o el pelo. La estatura y la curvatura de la espalda.

   Mi mamá volvió del supermercado y trajo las carnes líquidas y chiclosas dentro de bandejas que rebalsan sangre. Las guarda en el freezer. «Cuando llegues tarde y no sepas qué comer, podés descongelarlas en el microondas», me dice. Después se mete a bañar. Enciendo la radio. Las horas que pasan en la casa de mi mamá son distintas, tienen menos espacio. Llevan más urgencia. Trato de respirar hondo. 

    CAMILA FABBRI - "Estamos a salvo" - (1922)


Imágenes: Hiroki Takeda

domingo, 25 de mayo de 2025

ESE SENTIMIENTO NO ES AMOR

 


El hijo vuelve a casa, y su progenitor trata de morder el anzuelo. El anciano, o la anciana, según los casos, no tienen nada que decirle a su hijo. Todo lo que quieren es que ese hijo se siente a su lado durante un par de horas y que luego duerma bajo el mismo techo que ellos. Ese sentimiento no es amor. No quiero decir con ello que el amor no exista. Solo hago hincapié en que hay un sentimiento que es distinto del amor, pero que, a veces, se conoce con el nombre de amor. Pero, en sí mismo, ese sentimiento no es amor. Es tan solo algo que se lleva en la sangre. Una especie de codicia o avidez de la sangre y es consustancial a la especie humana. Es lo que distingue al hombre del resto de los animales de la creación. Cuando nacemos, nuestros padres pierden algo de sí mismos, que somos, precisamente, nosotros, y se parten los cuernos tratando de recuperarlo. Saben que no podrán lograrlo nunca del todo, pero intentan recuperar la porción más grande que pueden de sus hijos. Por eso la alegre reunión familiar, con merienda al aire libre, bajo los arces, viene a ser como bucear en el estanque de los pulpos del acuario.

   ROBERT PENN WARREN -  "Todos los hombres del rey" -  (1946)


Imágenes: Terry Strickland

viernes, 23 de mayo de 2025

UN MUNDO DE MIEDO, TRAICIÓN Y TORMENTO

 


¿Empiezas a darte cuenta, entonces, del tipo de mundo que estamos creando? Es exactamente lo contrario a las estúpidas utopías hedonistas que imaginaron los viejos reformistas. Un mundo de miedo, traición y tormento, un mundo en el que se pisotea y uno es pisoteado, un mundo que se volverá no menos, sino más despiadado a medida que se vaya perfeccionando. El progreso en nuestro mundo será el progreso hacia un mayor dolor. Las viejas civilizaciones proclamaban que se fundaban en el amor y la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá emociones a excepción del miedo, la rabia, el triunfo y la autodegradación. Todo lo demás lo destruiremos; todo. Ya estamos acabando con los hábitos de pensamiento que han sobrevivido desde antes de la Revolución.



   Hemos cortado los lazos entre padres e hijos, y entre un hombre y otro, y entre el hombre y la mujer. Nadie se atreve ya a confiar en su esposa ni en sus hijos ni en un amigo. Pero en el futuro no habrá esposas ni tampoco amigos. Los niños les serán arrebatados a las madres al nacer, igual que se recogen los huevos que pone una gallina. El instinto sexual será erradicado. La procreación será una formalidad anual igual que la renovación de la cartilla de racionamiento. Aboliremos el orgasmo. Nuestros neurólogos ya están trabajando en ello. No existirá más lealtad que la lealtad al Partido. No habrá más amor que el amor al Gran Hermano. No habrá más risa que la risa del triunfo sobre un enemigo derrotado. No habrá arte, literatura ni ciencia.



  Cuando seamos omnipotentes, ya no tendremos necesidad de la ciencia. No habrá distinción entre belleza y fealdad. No habrá curiosidad ni disfrute en el proceso de la vida. Todos los placeres rivales serán destruidos. Pero siempre, no lo olvides, Winston, siempre existirá la embriaguez del poder, que irá aumentando constantemente y que se irá haciendo cada vez más sutil. Siempre, en todo momento, existirá la excitación de la victoria, la sensación de pisotear a un enemigo que se encuentra indefenso. Si quieres una imagen del futuro, imagina una bota que pisotea un rostro humano, para siempre.

GEORGE ORWELL - "1984" - (1949)


Imágenes: Chiharu Shiota

miércoles, 21 de mayo de 2025

CÍRCULOS



He hecho barbaridades con mi cuerpo

(y con mi alma...)

Y ahora,

las señales de alarma se disparan

y me dispersan

y me disgregan.


Gregario de la vida,

jolgorio sin medida,

joyas de cristal y humo,

veneno inoculado,

inmaculado corazón sin Jesús,

inveterado ciudadano de la noche,

invertebrado en tus anhelos,

disipado,

disipando,

levantando el vuelo

y nunca volando

del todo,

más que en sueños.



Risueño de piel para afuera,

infierno de piel para adentro.

Desvelos.

Desvelando el lado más oscuro

de la Luna

y del Sol

y de todos los planetas

que pueblan tu interior.



Tu cabeza estallada,

estropeada,

arrinconada,

asomada al balcón

de un infierno inferior.


Superior a ti,

a un modo normal de vivir.

Y beber.

Beber, beber,

de esas copas otra vez.

Hasta la anestesia,

hasta el no saber,

el no sentir.


El miedo se aleja

y te deja.

Dando vueltas en el círculo.

Sin fin.

04-01-2012


Imágenes: Shane Drinkwater


lunes, 19 de mayo de 2025

EL OLVIDO FUE MI ÚNICA SALIDA


La acompañó al aeropuerto. Se quedó con ella hasta la última llamada para subir al avión. Antes de desaparecer detrás de la puerta de embarque, Matilde lo besó largamente y se echó a llorar reprendiéndose entre sollozos por su actitud, mientras se consolaba diciendo que llorar era absurdo cuando se verían pronto. Le hizo prometer a Sofian que viajaría en unos meses a París. Después, el teléfono sonó varias veces en esa casa donde vivieron dos años: la voz entrecortada de Matilde, precipitándose a dar explicaciones. Silencios. Se acabó. El sonido agudo del teléfono descolgado. La noche y el frío de la noche. Idas y venidas en la habitación, como un puma en cautiverio, tratando de convencerse de que ella se había marchado por su incapacidad de adaptarse a un mundo distinto del suyo. Podía reducirla a eso. O decir que nunca estuvo tan cerca de la soledad de alguien, y sin embargo, nunca había dejado de ser un juego, un juego en el que había tanto de verdad como de mentira.



    Esa historia tuvo que llegar a su fin; como sucede con las cosas que queremos preservar y que, por ansiedad o por miedo de perderlas, terminamos devorando. Había que arrancarla de él, de todo su cuerpo, llevarla al olvido. El olvido fue mi única salida. ¿Sabes? Si no hubiera olvidado me hubiera vuelto loco o hubiera matado a alguien para poder calmar mi sed de venganza. Deseé miles de veces la muerte de otros para no desear la de ella. Estuve obsesionado con la idea de que debía morir y que su madre me llamaría cualquier día para decirme que estaba muerta, que todo había acabado. Viví con esa idea por necesidad hasta comprender que ya no estaba del lado del hedonismo, sino de la renuncia, del duelo. Tenía que vivir ese duelo, soportarlo en sus formas más intensas para después volver a abrirme a los otros. Esas fueron sus palabras: olvidar la absurda presunción de poseer; dejarla caer, así quedaba libre para todas las ambiciones, desde la más pequeña hasta la más desbordante.

PATRICIA DE SOUZA - "La mentira de un fauno" - (1998)


Imágenes: Sean Mackaoui


sábado, 17 de mayo de 2025

CUANDO EL MIEDO ATRAVIESA MIS OJOS

 


Sí. Seguramente, me encontrarán así, vestido todavía y mirándoles de frente, casi del mismo modo en que yo encontré a Sabina entre la maquinaria abandonada del molino. Sólo que yo, aquel día, no tuve otros testigos de mi hallazgo que la perra y el gemido acerado de la niebla al romperse contra los árboles del río.

   (Es extraño que recuerde esto ahora, cuando el tiempo ya empieza a agotarse, cuando el miedo atraviesa mis ojos y la lluvia amarilla va borrando de ellos la memoria y la luz de los ojos queridos. De todos, salvo de los de Sabina. ¿Cómo olvidar aquellos ojos fríos que se clavaban en los míos mientras trataba de romper el nudo que aún quería inútilmente sujetarles a la vida? ¿Cómo olvidar aquella larga noche de diciembre, la primera que pasaba completamente solo ya en Ainielle, la más larga y desolada de las noches de mi vida?)



   Hacía ya dos meses que los de Casa Julio se habían ido. Esperaron a que el centeno madurara, lo vendieron en Biescas junto con las ovejas y algunos muebles viejos y, una mañana de octubre, antes de ser de día, cargaron en la yegua las cosas que pudieron y se alejaron por el monte hacia la carretera. También, aquella noche, corrí a esconderme en el molino. Lo hacía siempre que alguien se marchaba para no tener que despedirme, para que nadie viera la pena que me ahogaba cada vez que, en Ainielle, otra casa se cerraba. Y, allí, sentado en la penumbra, como una pieza más entre las de la maquinaria ya inservible del molino, les oía perderse poco a poco por la senda que lleva a tierra baja. Aquella vez, sin embargo, sería ya la última.



   Después de la de Julio, no había ya otra casa que cerrar ni otra esperanza de vida para Ainielle que las mías. Por eso, aquella noche la pasé entera ya escondido en el molino. Por eso, aquella noche, cuando los de Casa Julio llamaron muy temprano a la puerta de la mía, Sabina era la única que todavía podía oírles. Pero tampoco ella bajó a abrirles. Ni siquiera se acercó hasta la ventana a despedirles con un último gesto o una última mirada. Con la memoria y el corazón deshechos por el llanto, escondió la cabeza debajo de la almohada para no escuchar más los golpes en la puerta ni los cascos de la yegua cuando se alejaban.

JULIO LLAMAZARES - "La lluvia amarilla" - (1988)


Imágenes: Manuel Cosentino

miércoles, 14 de mayo de 2025

¿EXISTE EL MONSTRUO BUENO?


   Me pregunto si todavía piensas en ella como un monstruo. Supongo que depende del significado que le des a esa palabra. ¿Cómo son los monstruos? ¿Horribles? ¿Aterradores? Las gorgonas son ambas cosas, desde luego, aunque Medusa no siempre lo haya sido. ¿Puede un monstruo ser bello si es aterrador? Quizá dependa de cómo se experimente el miedo y se juzgue la belleza.

   ¿Y un monstruo siempre es malo? ¿Existe el monstruo bueno? Porque ¿qué ocurre cuando una persona buena se convierte en un monstruo? Puedo decir sin temor a equivocarme que Medusa era una mortal buena: ¿ha desaparecido toda esa bondad? ¿Se le cayó junto con el pelo? Porque creo que ya sabes por qué razón las serpientes estaban tan ansiosas de que ella se tapara los ojos cuando oyeron que se acercaba su hermana. (Esa es otra pregunta para otro día, supongo: ¿tienen emociones las serpientes? ¿Son capaces de sentir ansiedad? Pero centrémonos en la cuestión que nos ocupa). Supieron antes que Medusa que su mirada ahora era letal.



   Ella lo descubrió uno o dos días después, cuando intentó quitarse de nuevo las vendas de los ojos. Dirigió su mirada hacia algo que veía moverse por el suelo frente a ella. Una raya oscura que se desplazaba veloz sobre la arena dorada y se detuvo en seco. Ella alargó la mano y lo cogió, y lo dejó caer enseguida al darse cuenta de que tenía un escorpión en la mano. Volvió a cogerlo cuando comprendió que estaba muerto.

   Tardó un momento en averiguar lo que pasaba. No tenía la textura de un escorpión. Ella nunca había tenido uno en las manos; quizá no haga falta decirlo, pero por si acaso. Sabía que su picadura podía ser mortal. Pero también lo brillantes que eran y lo resbaladizos que parecían sus caparazones. Y ese era más áspero al tacto de lo que sería un escorpión. Y seguramente también pesaba demasiado, dado su tamaño. Lo cogió y se lo guardó, pensativa.



   Pero no se fiaba de sus propios ojos: ¿quién podía culparla después de haber sufrido semejante agresión? Se preguntó si lo había visto moverse, si no sería una escultura diminuta de un escorpión que las olas habían arrastrado hasta la orilla. O tal vez una de sus hermanas la había encontrado en un asentamiento humano cercano y la había cogido para enseñársela, y luego se había olvidado. Ninguna de esas explicaciones le parecía menos verosímil que la verdad: que había mirado al escorpión y este se había convertido en piedra.

   Tendrían que pasar dos días más y morir otros dos pájaros, un cormorán y un abejaruco, para que comprendiera la verdad.

NATALIE HAYNES - "Las miradas de Medusa" - (2022)


Imágenes: Jeanne Vicerial

lunes, 12 de mayo de 2025

ASOMARSE A LAS IDEAS DE UN GENIO


   Ya fuera del templo, Arsuaga, que como buen sapiens tiene contactos en todas partes, sacó el teléfono, habló con alguien y enseguida aparecieron tres o cuatro personas que nos dieron la bienvenida. Una de ellas, Álvaro Miguel Preciado, se mostró dispuesta a continuar guiándonos por las oquedades más recónditas de aquel cuerpo extraordinario, pero también por su piel. Para ello, nos condujo hasta un espacio oscuro donde se abría una angosta escalera de caracol, implacable en su verticalidad, por cuyos peldaños comenzamos a ascender como por el interior de un asfixiante tubo.

   Iba rozándome los hombros, con la pared de piedra por un lado y con el eje de la escalera, también de piedra, claro, por el otro. Miré hacia arriba y sentí una punzada de claustrofobia al comprobar lo ajustado del conducto vertical. Subí tan deprisa como pude y cuando mi respiración alcanzó el nivel del jadeo, lo que coincidió con la aparición de una pequeña puerta a mi derecha, pedí una tregua al paleontólogo y al guía, que iban delante de mí.



Abrimos la puerta y resultó que al otro lado se hallaba la parte interior del cimborrio. Prácticamente suspendida en el aire había una estrechísima galería, el triforio, en la que nos apretujamos para dejarnos bañar por la luz que se filtraba por las vidrieras del octógono. No había piedra, o había desaparecido. Flotábamos en una burbuja de resplandor. Pensé que era algo semejante a asomarse a las ideas de un genio desde un mirador colocado en la parte más alta del interior de su caja craneal. Éramos diminutos con relación al conjunto. Cuando se me acostumbró la vista a aquella extraña atmósfera, me fui fijando en las vidrieras y observé con sorpresa que en una de ellas ponía: «Caja de Burgos».

   —¿Qué hace ahí la Caja de Burgos? —pregunté a nuestro anfitrión.

   —Bueno —dijo—, todas estas vidrieras son nuevas. Llevan el nombre de quien las patrocinó.

   No me pareció bien aquella alianza entre el capitalismo y Dios, pero Álvaro Miguel Preciado aseguró que era normal, que era lógico.

   —¿Quién construyó el cimborrio? —me ilustró—. Los que mandaban en aquella época, cuyos nombres o escudos también figuran por ahí. ¿Quién restauró el cimborrio? La Caja de Burgos, en 2002.

   —Está muy bien explicado —acepté—, pero me extraña tanto como si, en vez de poner Caja de Burgos, hubiera puesto Coca-Cola.



   Me turbó aquella forma de publicidad bancaria. Algo decepcionado por el hallazgo, y combatiendo el vértigo, miré hacia abajo, hacia el lugar donde se cruzaban las dos naves principales, y pensé en las hipotecas basura y en las acciones preferentes con las que aquella caja habría engañado a sus clientes antes de quebrar.

   Pero entonces ocurrió algo insólito, y es que desde las profundidades de la catedral empezaron a llegar los acordes de un órgano en el que alguien interpretaba Jesús, alegría de los hombres, de Johann Sebastian Bach. Nos quedamos aturdidos por el modo en que el sonido y la luz se hermanaban, se entrelazaban, se entretejían, y generaban una trama, en fin, para nosotros, que estábamos solos, solos allí en las alturas, quizá a ochenta metros del suelo, prácticamente suspendidos en el vacío.

   Flotábamos.

   —Si esto no te parece una respuesta de Dios a todas tus preguntas —me dijo el científico Arsuaga al oído—, es que no tienes entendederas.

JUAN JOSÉ MILLÁS - JUAN LUIS ARSUAGA - "La conciencia contada por un sapiens a un neandertal" - (2024)

Imágenes: Javier Jaén

sábado, 10 de mayo de 2025

MI MADRE ERA MUY DIGITAL


 Nos recibió Fernando Pescador, que nos condujo a una sala con ordenadores en la que, para empezar, intentaron explicarme algo que no entendí acerca de la máquina de Turing. Yo estaba convencido de conocer bien esa máquina porque había visto el biopic sobre el famoso matemático, pero ahora me daba cuenta no ya de que no tenía ni idea, sino de que carecía de la capacidad intelectual precisa para llegar a entenderla. No obstante, fingí comprender mientras me mostraban una caja de tarjetas perforadas de los años sesenta y setenta para enseñarme cómo se almacenaba la información durante aquella época.

   —Esta caja de tarjetas —dijo Arsuaga con emoción— es mi querida tesis sobre la pelvis. La dejé olvidada en este centro de cálculo hace cuarenta y cinco años y la recupero ahora gracias a Fernando.

   —¿Quieres decir que aquí está, encriptada, tu tesis?

   —Exacto.

   Tomé una de las tarjetas perforadas entre las manos y traté de componer un gesto de inteligencia mientras me desmoronaba por dentro. Advertí que había crecido así, dando por supuesto que sabía cosas que ignoraba. Tal vez, me dije, hacerse mayor consiste precisamente en eso, en fingir que entiendes.



   ¿Le ocurriría lo mismo al resto de la gente?, me pregunté angustiado.

   El paleontólogo, que me conoce bien, se hizo cargo de la situación. Dijo:

   —De momento, vamos a conformarnos con que comprendas la diferencia entre lo analógico y lo digital. ¿Te parece?

   —Me parece. Pero creo que hasta ahí llego —presumí para disimular mi confusión.

   —Todo el mundo cree que llega hasta ahí. Repasémoslo, en cualquier caso: analógico significa que es semejante a la naturaleza y en la naturaleza todo es continuo, mientras que en lo digital las cosas son A o B, cero o uno, apagado o encendido. Dicho de otro modo: en lo digital no existen los estados intermedios.

   —Mi madre era muy digital —reflexioné en voz alta—, decía: «O te comes las acelgas o no cenas».

   —Exacto —dijo Arsuaga—, ahí no hay estados intermedios. O una cosa o la otra. On u off, cero o uno. El sistema digital más simple es el binario: o vivo o muerto, no hay un estado intermedio. Si estás vivo, aunque estés muy mal, estás vivo. Y si estás muerto, aunque tengas buen aspecto, estás muerto. El alfabeto morse es digital: rayas y puntos, pero entre la raya y el punto no hay nada. Puedes enviar un mensaje SOS porque la S son tres puntos seguidos y la O, tres rayas seguidas. A base de ceros y unos puedes escribir todo el alfabeto.

   —Entendido.



   —Ahora viene la pregunta interesante: ¿nuestro cerebro es digital?

   —Ni idea.

   —Pero si fuera digital, sería en realidad un ordenador que funciona a base de algoritmos. Si nuestras neuronas son digitales, lo que tenemos aquí dentro es un ordenador. Esto es lo que estamos tratando de averiguar. Si decidimos que sí, tendremos que preguntarnos quién lo ha programado y cómo se programa. ¿Nacemos con los programas o nos los ponen luego? ¿Razonamos con algoritmos? ¿Nuestro cerebro es algorítmico? ¿Somos libres o dependemos de una programación? Si el cerebro es una máquina, ¿de dónde viene la conciencia? ¿Cómo surge? Y al revés: si los ordenadores son como los cerebros, ¿tendrán conciencia algún día? ¿La tienen ya y no lo sabemos? Todo lo que queramos construir en relación con el cerebro y con la mente procederá de haber entendido bien la diferencia entre analógico y digital. Ahí está la base. Sin ella, todo lo que hagamos será literatura.

JUAN JOSÉ MILLÁS - JUAN LUIS ARSUAGA - "La conciencia contada por un sapiens a un neandertal" - (2024)


Imágenes: Javier Jaén

miércoles, 7 de mayo de 2025

SOLO TENÍAS QUE DARLE UNA BOTELLA Y DEJARLO SOLO

 


De la viga que remataba la puerta colgaban carámbanos, y yo me quedaba allí mientras imaginaba que se partían y me atravesaban los pechos, se me clavaban en el grueso cartílago del hombro como balas o se me hundían en el cerebro. Los vecinos de al lado habían apartado con la pala la nieve de la acera.

   Mi padre no confiaba en esa familia, porque eran luteranos y él católico. Pero es que mi padre desconfiaba de todo el mundo. Era miedoso y un tanto chalado, tal como suele ocurrir con los viejos borrachos. En Navidad, aquellos vecinos luteranos habían dejado junto a nuestra puerta una cesta de mimbre blanca con manzanas enceradas envueltas en celofán, una caja de bombones y una botella de jerez. Recuerdo que la tarjeta decía: «Dios os bendiga a los dos».



   ¿Quién sabía lo que ocurría realmente dentro de casa mientras yo estaba trabajando? Era un edificio colonial de tres plantas de madera marrón y con unas molduras rojas descascaradas. Me imagino a mi padre tragándose ese jerez con espíritu navideño y encendiendo un viejo puro en los fogones. Una imagen curiosa. Generalmente bebía ginebra. A veces cerveza. Como ya he dicho, era un borracho. A ese respecto, era una persona sencilla. Cuando tenía algún problema, resultaba fácil distraerlo y consolarlo: solo tenías que darle una botella y dejarlo solo. Por supuesto, el hecho de que bebiera tanto me incomodaba cuando era joven. Me ponía muy tensa, de los nervios. Es lo que ocurre cuando vives con un alcohólico. En este sentido, mi historia no tiene nada de particular. He vivido con muchos alcohólicos a lo largo de los años, y cada uno me ha enseñado que no sirve de nada preocuparse, que no lleva a nada preguntar por qué, que es suicida intentar ayudarlos. Ellos son así, para bien o para mal. Ahora vivo sola. Felizmente. Alegremente, incluso.



   Soy demasiado mayor para preocuparme por los asuntos de los demás. Y ya no pierdo el tiempo pensando en el futuro, inquietándome por cosas que todavía no han ocurrido. Pero cuando era joven siempre estaba preocupada. Uno de los principales motivos era mi futuro, y luego, sobre todo, estaba mi padre: cuánto le quedaba de vida, si habría desencadenado algún desastre, qué panorama me encontraría cuando, por la tarde, regresara a casa del trabajo.

OTTESSA MOSHFEGH - "Mi nombre era Eileen" - (2015)


Imágenes: Christoffer Relander