Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 16 de agosto de 2025

PROMÉTEME QUE ALGUNA VEZ IRÁS AL TEATRO

 


Cuando terminó su periodo escolar y la mandaron a otra granja, muy lejos de su casa, Marie era pocos años mayor que Heinrich. Todo el estudio había sido en vano; en vano habían sido los deberes que hacía con aplicación tras las largas jornadas en el campo, sentada a la mesa de la cocina y empeñada en pasar a limpio las frases con esmerada caligrafía o en alinear pulcramente las columnas numéricas mientras se le cerraban los ojos de cansancio. De nada habían servido los elogios de la maestra, pues los padres no se habían presentado en la escuela ni una sola vez, a pesar de que la simpática señorita Pühringer había entregado a Marie por lo menos tres cartas rogando a sus progenitores que se personaran en el colegio. Al padre el motivo de la invitación simplemente le traía sin cuidado, puesto que la decisión de que ninguna de sus hijas permanecería escolarizada ni un solo día más de lo establecido por la ley estaba tomada.

La única que se interesaba por sus vivencias escolares era la abuela, que residía en la casita de los ancianos, al otro lado del patio. Marie desconocía su edad; desde que tenía uso de razón, la mujer vivía con su perro pastor en aquella pequeña morada. «Berti y yo todavía podríamos trabajar perfectamente, pero qué le vamos a hacer si no nos dejan», decía a menudo, mirando con aire pensativo por la ventana, hacia la casa donde había vivido antes, ahora habitada por su hijo y la familia de este.



Marie quería a su yaya, que no ocultaba que ella era su niña del alma.

Todas las veces que podía se escabullía hacia la casa de la anciana, que siempre le tenía guardado un trozo de pan o, esporádicamente, incluso un pastel, se sentaba con ella a la mesa de la cocina y le hablaba. El padre, en cambio, sostenía que la abuela ya no estaba muy bien de la cabeza y que desde que había muerto el abuelo contaba cosas raras. 

—¿Cómo te va en la escuela? —solía preguntar la yaya apenas su nieta entraba a hurtadillas, y Marie le recitaba con orgullo la tabla de multiplicar o le leía la tarea de redacción, bajo la cual la maestra había escrito "Excelente".

—Algún día te marcharás a la ciudad, Marie, y vivirás en una bella casa. Comerás en un sitio fino e irás al teatro —le decía entonces la yaya, y le ataba cintas de colores a las trenzas.

Marie lo recordaba como si hubiese sucedido ayer: aquella noche calurosa al día siguiente de su duodécimo cumpleaños. La abuela se había ceñido un mandil limpio, había enroscado su larga y delgada trenza en un moño arreglado y había cruzado el patio en dirección a la casa de su hijo. La familia estaba cenando; Marie, a través de la ventana, vio acercarse a la yaya. El padre le abrió la puerta y la hizo pasar con ademán vacilante.

—¿Qué pasa, madre?



Fue todo su saludo. El resto de la familia permaneció sentado en la cocina, sumergido en un silencio absoluto y estirando las orejas.

—Tienes que dejar que Marie siga yendo a la escuela —dijo la anciana a su hijo con gesto decidido.

El hombre se rio una sola vez y gritó en dirección a la cocina:

—¡Al establo, hijas! Toca limpieza.

Marie y sus hermanas atravesaron furtivamente el pasillo, sorteando al padre y a la abuela sin osar levantar la mirada. Una vez fuera, el padre dio un portazo, y por mucho que Marie se esforzara no fue capaz de entender las palabras que los dos pronunciaron en el interior de la casa.

Al cabo de tres semanas, la madre le preparó un hatillo con dos bragas, unas medias y un delantal azul, y el padre la despertó antes de la salida del sol. La madre estaba en la cocina, con la cara arrasada en lágrimas, y le pasó a Marie de matute un chusco de pan, que ella rápidamente escondió bajo el mandil.

—No nos deshonres —había dicho la madre, limitándose a rozarle brevemente la cabeza. Ningún abrazo, ni siquiera una palmadita; un poco como el cura al término de la confesión.



Cuando salió al patio, vio a la abuela de pie en el umbral de su casita.

Parecía menuda y muy vieja, el perro estaba sentado a su vera, inmóvil, como si se tratara de un animal disecado. Marie cruzó el patio corriendo, se echó a los brazos de su yaya, se aferró a ella y hundió la cara en su bata.

—Vete, niña. Y prométeme que alguna vez irás al teatro. —La abuela la apartó de sí y le cogió la cara con sus manos cálidas y ásperas—. Prométemelo.

—Sí, yaya, te lo prometo.

Ya sentía la mano del padre en su brazo. Esperando un golpe, se puso completamente rígida, pero el hombre solo tiró de ella con suavidad diciendo en voz baja:

—Venga, no hagas tanto drama.

Luego, en una marcha de media jornada, la llevó a un gran caserío. A Marie le dolían los pies y le crujían las tripas. A su llegada, la dueña le sirvió una sopa aguada y, seguidamente, la mandó al establo para que ayudara en el ordeño vespertino.

PETRA HARTLIEB - "Invierno en Viena" - (2017)


Imágenes: Janet Echelman

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