A los veinticinco años lancé por la borda mis estudios universitarios para dedicarme al periodismo —ésa fue la justificación aparente—, pero en vez de aclararme me confundí aún más. Sustituí de mi biblioteca las novelas sofisticadas y los poemas herméticos por ensayos de filosofía e historia: la situación del país requería ese esfuerzo y aunque mi indignación por lo ocurrido persiste, y en cuanto puedo no ahorro las críticas más lacerantes, mi compromiso no pasó de ahí. El día que cumplí veintiséis años, y aprovechando la celebración del cumpleaños, mis padres me reconvinieron sobre la inviabilidad económica de mi proyecto de vida, les contesté, bastante ofendido, que había comenzado a colaborar en distintos periódicos, y argüí, de forma algo dramática, que arte y realidad carecían de puntos en común, es más, se repelían. No sé por qué dije eso, pero lo cierto es que surtió el efecto deseado y jamás volvieron a inmiscuirse.
Justamente gracias a mis colaboraciones en prensa conocí a la directa culpable de que tomara más en serio la creación literaria; entablé amistad con Clara Millán.
A Clara —mediana edad, muy atractiva y bien conservada, solvente aura de decisión— confié mis relatos secretos, relatos que leyó con sumo interés, corrigió sus más perversos estilemas y prometió publicarlos en la editorial a la que pertenecía como lectora pero también como directora de la colección literaria y principal accionista.
Por mucho que yo lo intentara en una época, Clara nunca quiso mezclar nuestra relación intelectual con los asuntos epidérmicos, y no es que no lo pensara alguna vez —estoy seguro de que sí—, pero es que su elegancia moral le impedía, y le impide, aprovecharse de su relevante posición para alcanzar objetivos de ese tipo: Clara busca sus preferencias sentimentales en otros sectores profesionales por lo que resulta imposible, siendo escritor o artista plástico, traspasar los límites de su dormitorio.
Clara también fue, de alguna manera, la culpable de que Mario Pineda me enviase su novela con la dedicatoria que les referí antes, y de que, meses después, Catrina y yo perdiéramos la cabeza de nuestros hombros; y lo fue porque sin su insistencia para que le acompañara aquella noche a la exposición de Lidy Prati, nunca hubiera conocido a la fatal pareja. A decir verdad, una amistad que se exhibiría, durante más de un año, como una alhaja montada con suma delicadeza y meticulosidad, un centro órfico.
ALFREDO TAJÁN - "El pasajero" - (1997)
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