Sonia volvía de un aburridísimo curso de gestión de nóminas cuando encontró la nota: «Me marcho, Sonia, te lo puedes quedar todo: la casa, el coche, los peces. Estás insoportable desde que has dejado de fumar». Sonia, con la nota en la mano, miró el enorme acuario: nunca le habían gustado los puñeteros peces. Y ahora ella tenía que cuidar del pez diablo azul de Kevin, del pez globo con cara de perro, del pez cirujano. Cojonudo. Para colmo de males, le habían cortado la línea de teléfono por impago. Había tenido un problema con el consumo de datos. Adiós, WhatsApp. Se quedaba offline. Fuera del mundo. Sin teléfono, hoy día, estás muerto. Recordó la canción de Robe Iniesta, Locura transitoria: «Se mete en mi cabeza / se enciende dentro / un puto rayo que no cesa». Sonia pensó en lo fácil que es descentrarse, a veces.
Entonces lo decidió. Ya no tenía nada que perder. Con la marcha de Kevin ya lo había perdido todo. Llevaba años buscando trabajo, sin éxito. Había echado mil ochenta y cuatro currículum, sabía la cifra exacta porque los había contado, para trabajar como auxiliar administrativa por menos (cada vez menos) de mil euros en la recepción de hoteles, despachos de abogados, fábricas, almacenes, tiendas de ropa y todo tipo de empresas. Y nada. Al país le sobraban administrativos. Desde que perdiera su trabajo en la antigua Caja de Ahorros de Madrid, renombrada, quebrada e intervenida casi en el mismo acto, no había conseguido recolocarse. Y de eso hacía ya cuatro años.
Había conseguido algún trabajo esporádico, nada del otro mundo, que no le había servido para mucho. El mejor, como asistente personal del detective privado Méndez. Fue el más divertido y le hizo darse cuenta de lo fácil que es, a veces, resolver los problemas de otros. Pero a Méndez, que era buen tipo en general, le gustaba contratar a becarias guapas, con buenas piernas, y nadie duraba en su despacho más de dos meses. Así que ella, Sonia Ruiz, tampoco lo había hecho.
Dos meses de contrato por obra y fuera, otra chica con buena predisposición ocuparía su mesa barata de Ikea, le prepararía el café a Méndez y sería testigo de todos los chismes de su extraño trabajo. Una verdadera lástima. A Sonia le había gustado trabajar con Méndez; mientras lo hacía se dio cuenta de que tenía más aptitudes de las que creía, y hasta le había ayudado a resolver, con éxito, varios casos.
La mayoría de los casos que había conocido en el despacho de Méndez habían sido investigaciones sobre infidelidades. Un hombre o una mujer preocupados acudían al despacho del detective para saber si su esposa o su marido le era infiel; Méndez los seguía y, a veces, pedía a Sonia que lo acompañara. Casi siempre eran culpables.
Él solía decirle que no le gustaba hacer «el trabajo de campo» solo y que ella le caía bien porque le recordaba a la detective Sonya Cross, miembro del departamento de policía de El Paso en la serie de televisión The Bridge. Por recomendación de Méndez, que le prestó los DVD originales, Sonia vio las dos temporadas de esa serie, con Kevin, y ambos bromeaban sobre la curiosa coincidencia de que ella también se llamara Sonia y que, además, llevara como apellido el mismo que el compañero accidental de Sonya Cross, el detective Marco Ruiz, investigador de homicidios de la policía estatal de Chihuahua.
Pero aunque Sonia le caía bien a Méndez y él le caía bien a Sonia, la cosa no duró porque no podía durar. Méndez era un tipo listo, buen conocedor de la ley de la oferta y la demanda, y no podía pagarle mucho tiempo un sueldo a Sonia, sabiendo que tenía a mucha gente dispuesta a hacer su trabajo gratis, tan solo por ampliar currículum.
Sonia estaba casi sin dinero, Kevin siempre fue un manirroto y de pronto recaían sobre ella más cargas de las que podía afrontar. La hipoteca de su piso de Getafe, la comunidad, la luz, el coche, los peces, vivir. ¡Es tan horriblemente caro vivir! Kevin se había marchado y Sonia sabía que no volvería. Había ocurrido lo que más temía desde la muerte de su padre: se había quedado sola. Sufría una ansiedad terrible desde que había dejado de fumar. Se pasaba el día comiendo pistachos y había engordado nueve kilos. Se veía al borde del abismo.
Y ahora, encima, las noches sola. ¡Es tan duro dormir sola! Sola y sin un jodido euro. Sola para todo. Sola con sus canciones de Robe. Solo le quedaban las letras de Extremoduro y la enfermedad de su madre. «No sé qué haría sin ti, hija», solía decirle ella, y a Sonia, claro, se le partía el corazón al escucharlo. Esas eran exactamente sus palabras, todos los días y todas las noches, «No sé qué haría sin ti, hija». Lo decía siempre que ella le daba dinero, que era con cierta frecuencia.
Así que no dudaría en hacer lo que tuviera que hacer: si era necesario, no le importaba, incluso, vivir al margen de la ley. Ya que no encontraba trabajo, se inventaría uno, ella siempre había sido una chica lista, eso le decía su padre, «chica lista», y ella lo había demostrado. La primera de su promoción, siempre la número uno, y ahora, a sus treinta y tres años, no le servían para nada todas sus matrículas de honor. Mierda de matrículas de honor. Toda la vida estudiando para nada. Una carrera de Filología y dos másteres. Y sin curro porque no había trabajado fuera, si no trabajas en el extranjero un par de años no te quieren en ningún sitio porque presumen que tu nivel de inglés es patético. Y el nivel de inglés de Sonia era, efectivamente, patético.
LORENZO SILVA Y NOEMÍ TRUJILLO - "Nada sucio" - (2016)
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