Desapegos y otras ocupaciones.

sábado, 30 de agosto de 2025

PERO SIGUE SIENDO EL MISMO DÍA

 


Me he instalado junto a la ventana. En la pequeña pila de papeles pone que hay alguien en la casa, que oigo cuando él va de un lado a otro. He escrito que está esperando y que es a mí a quien espera. He escrito que el tiempo se ha roto. Empiezo a hacerme a la idea. He escrito que empiezo a hacerme a la idea y que en cierto modo las frases son sanadoras. A lo mejor.

  Pero sigue siendo el mismo día y, en breve, una vez que me traiga provisiones de la cocina, tras ir al aseo y lavarme los dientes, después de cerrar la puerta y sentarme de nuevo en la habitación, oiré que Thomas regresa con su compra. Oiré el ruido que hace al sacar los artículos de las bolsas y colocarlos en su sitio. Oiré que ha abierto el frigorífico cuando este choque contra la encimera de la cocina. Oiré a Thomas en el despacho del piso de arriba, en la cocina y en la entrada, también el roce de una mano o una manga contra la pared de la escalera y el leve golpe sobre las tablas del suelo de madera cuando deje los paquetes y las cartas en la entrada.



  Lo descubrí ya durante el desayuno. Poco antes de las siete y media me desperté en mi habitación del Hôtel du Lison junto a una toalla mojada y una quemadura que prácticamente había dejado de dolerme. Me di un baño rápido y bajé a desayunar. Pedí café, escogí algo de comer del bufé y me llevé un periódico a la mesa, pero nada más echar un vistazo a la primera página me percaté de que se trataba del mismo periódico que había leído el día anterior. Entonces fui a la recepción del hotel a preguntar por el periódico actual y me respondieron que era el que yo tenía en la mano, que estábamos a dieciocho de noviembre y que el día anterior fue diecisiete. Ni aun teniendo razón, rara vez me pongo a discutir ese tipo de cosas, de modo que elegí otro periódico del día anterior, volví a mi mesa y me terminé el café.

  Pero cuando a uno de los otros huéspedes del hotel se le cayó un trozo de pan al suelo, entonces sí me asusté. Y no porque ignore que esas situaciones se dan continuamente en todos los hoteles del mundo, sino porque fue precisamente a ese huésped a quien el día anterior se le había caído un trozo de pan en ese mismo lugar.



  Era una rebanada de pan blanco de igual tamaño que la que se le cayó el día anterior; la caída ocurrió a idéntica velocidad, casi como si el pan flotara, una lentitud que indicaba que se trataba de un trozo muy liviano. El huésped efectuó los mismos ademanes, idéntico titubeo cuando, tras agacharse a por el pan, pareció no saber qué debía hacer con él una vez recogido del suelo. Obviamente se hallaba escindido entre dos normas: una según la cual no se deben tirar alimentos a la basura, y otra que prescribe que la comida que se cae de fuentes, cestas y platos civilizados ha de considerarse desperdicio. Entonces advertí el mismo gesto discreto del día precedente cuando, tras haber inspeccionado el local con la mirada, decidió deshacerse del pan en un cubo de basura y tomar un cruasán en su lugar.

  En el momento en que vi aquel titubeo supe que me encontraba ante una repetición. Aún no imaginaba que el día siguiente volvería a ser dieciocho de noviembre, ni que después de ese vendría otro y luego otro y otro más, pero supe que algo iba mal.

SOLVEJ BALLE - "El volumen del tiempo I" - (2024)


Imágenes: Terézia Krnácová

jueves, 28 de agosto de 2025

TODAS SE REÍAN DE MÍ


Las mujeres de las que me he enamorado tenían algo en común: el sentido del humor. Todas se reían de mí. Pero hubo una excepción en la época en que me convertí en un detective: tenía una novia tan ninfómana que no encontraba tiempo ni para reírse. Hablaré de ella más adelante, pues su destino fue vital para el desarrollo de esta historia.

    Qué años locos. Esta es una frase que los viejos decimos muy a menudo pensando sobre la juventud, y yo he llegado a cumplir muchos años, lo cual no deja de ser un milagro o una constelación entera de milagros. Si Dios existe, está claro que no me quiere ver por sus dominios. Tiene sentido que así sea porque he matado a mucha gente.

    En aquel tiempo todavía no había matado a nadie. Mi vida se había metido en lo que me parecía un callejón sin salida. Yo era un negro, y después de la noche en que comienza todo este tinglado dejé de serlo. Mi piel era tan blanca como la de cualquier otro español que no sea un político de los que veranean en cápsulas de rayos ultravioleta. Si digo que era negro es porque escribía novelas y las firmaba otro.



    Quizás los más jóvenes no recordéis cómo triunfaban en esa época las novelas policíacas. Su lectura era un asunto tan masivo que el negocio editorial estaba en su apogeo. Cada mes salían de las imprentas bosques enteros convertidos en novelas. La mayor parte estaban impresas en un papel tan barato que frecuentemente lo más negro eran las líneas, emborronadas e ininteligibles porque se transparentaba el dorso de la hoja. Cualquier persona que desease tener amigos necesitaba estar al día del desarrollo de las tramas policíacas de estos librejos. No se hablaba de otra cosa. No se pensaba en otra cosa. Su influencia hacía que proliferase el crimen y también los detectives quijotescos. Si cada época tiene un héroe, en aquel mundo oscuro y peligroso había uno en España cuya popularidad superaba a la de los políticos, los actores, los físicos e incluso a la de los hombres más admirados y respetados de cualquier sociedad civilizada: los futbolistas.

    Este detective legendario era Marcos Lapiedra. Su figura estaba iluminada por el fuego de muchos muertos. Había amasado una grandiosa fortuna resolviendo calamidades. Corría en coches descapotables y los incendiaba si no encontraba aparcamiento, los bomberos le perseguían. Era un conversador admirable, pero no necesitaba hablar con una mujer para que ella cayera rendida. Aquella noche en que vi a Lapiedra por primera vez, me llamó la atención esta disposición permanente al cortejo y cómo las mujeres caían rendidas de amor sin que él tuviera que hacer nada. Parecía un asunto sobrenatural, pero era su carisma y su leyenda que trabajaban por él para ponerle cualquier falda al alcance de la mano.

JUAN SOTO IVARS - "Ajedrez para un detective novato" - (2013)


Imágenes: Delphine Lebourgeois

martes, 26 de agosto de 2025

RECURRES A UN PERRO PARA DESCUBRIR CÓMO SE ES FELIZ


 —En serio, Lily —dijo él, conduciendo en la noche—. ¿De verdad te has muerto?

   —Quizá me quedé atrapada en la puerta giratoria del bardo —dijo ella—. No estoy segura. Creo que todo esto puede ser una pendiente resbaladiza por la que puedes volver a subir si consigues suficiente tracción.

   El arenero del gato se movió en el asiento trasero.

   Ella se volvió para echar un vistazo.

   —¿Has estado viviendo en tu coche? —preguntó.

   Para alguien que había vivido cubierta de tierra, el comentario parecía desconsiderado e insensible.

   —No. ¿Qué te lo hace pensar?

   —Nadie lleva un arenero en el coche a menos que viva en el coche. Con su gato.

   —No tengo gato.

   —Ostras, Finn. Eso es incluso peor. Es como si… Bueno, ni siquiera me atrevo a pensarlo.



   Le dirigiría una sonrisa si se volvía para mirarlo, pero pudo ver, porque en todo momento la mantenía en el campo de visión periférico de su ojo derecho, que ella se limitaba a mirar al frente.

   Encendió la radio para que pudieran escuchar alguna noticia sobre glaciares derretidos y niveles del mar en aumento y nominaciones a premios para la mejor interpretación en una comedia o en un musical.

   —¿No te buscaste otro gato cuando murió Crater? —preguntó ella finalmente. Le habían puesto el nombre de un juez famoso. En honor. En honor de las reapariciones.

   —Lamentablemente, no —dijo él. Durante el resto de su vida podría empezar cada frase con un «lamentablemente» y no mentir nunca.

   —Supongo que un perro habría sido mejor opción…

   —Es probable. Recurres a un perro para descubrir cómo se es feliz. Recurrimos a ellos para averiguar cómo saben que el mundo está bien.

   —Recurres a los gatos para verlos ir y venir, ir y venir.



   Finn continuó internándose en la noche, siguiendo sus propios faros. ¿Qué otra cosa iba a hacer?

   —¿Crees que las estrellas pueden cambiar el curso de nuestras vidas? —preguntó él.

   —Por supuesto —dijo ella—. ¿Quién podría no creerlo?

   —A mí, las estrellas me parecen un lío. —Suspiró—. Cien billones de estrellas y aun así no son infinitas.

   —Supongo que tendrán que bastarnos. Tendrán que bastarnos como infinitud.

   —Supongo.

   —Brillan. Titilan. Comparten el espacio. Tienen buenos modales. ¿Crees que cada una de esa millonada de estrellas podría ser alguien que murió?

   —Cada una de esas estrellas es una estrella que murió. O podría estar muriéndose. ¿Mantienen conversaciones? ¿Son parte de un diseño general? Diría que no parecen saber nada las unas de las otras. Y como ignoramos si están vivas o muertas, porque sus vidas se remontan muchos años atrás a su apariencia de vida, cuando brillan sobre nuestras cabezas, aquí, en la Tierra, da lo mismo si estamos mirando un brillo muerto o un brillo vivo. La luz de las estrellas es performativa, y punto.

LORRIE MOORE - "Si este no es mi hogar, no tengo un hogar" - (2023)


Imágenes: Elke Vogelsang

sábado, 23 de agosto de 2025

QUIERO CASARME CON SU NIETA.

 


La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura adentro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que potros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Antenor, agregó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

—Sí, claro.

Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.

—Mire que no es obligación. —La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación—. Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Antenor con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.



Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja —muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30— podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entrado al rancho y había dicho:

—Quiero casarme con su nieta —Paula estaba afuera, dándoles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla—. Se me ha dado por tener un hijo, sabés. —Señaló afuera, el campo, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después—.

Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?



—Diecisiete, o dieciséis —la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

Él dijo:

—Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

—Y yo no sé, don Antenor. Por mí no hay… —y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo «vaya, que la vieja quiere hablarla». Ella entró y dijo:

—Sí, claro.

Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Paula no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

—Un alambre parece el viejo.

Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, demostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la  piel curtida. Oliendo a padrillo.

ABELARDO CASTILLO - "Cuentos crueles" - (1966)


Imágenes: José Manuel Castro López

jueves, 21 de agosto de 2025

LAS TRES VÍCTIMAS TENÍAN LA MENSTRUACIÓN

 


Un indicio y un montón de aspectos en contra, la razón principal para descartar a Johnny Clyde fue cuestión de carácter. Johnny Clyde simplemente le había parecido demasiado pueril como para tener el buen criterio de parar, de tomar distancia de sus crímenes, de no

regresar una vez más a aquel territorio de caza que le había sido tan propicio, pero sobre todo de evolucionar, de llevar sus actos a otro nivel. John Biblia había evolucionado desde su primer crimen. A su

primera víctima la había abandonado en la calle, frente a un garaje; para la segunda había elegido un parque oscuro y silencioso en la noche donde no pudiera ser hallada hasta la mañana siguiente; a la tercera la

había abandonado en una «propiedad condenada».

Tardaron veinticuatro horas en encontrar el cadáver. A la primera la había estrangulado con sus propias medias, con la segunda y la tercera se había garantizado el arma llevando un trozo de cuerda común de tender. Aprendía rápido y sobre la marcha.



Tres mujeres captadas en la misma discoteca, que fueron vistas con un hombre que casi nadie recordaba demasiado bien, ni siquiera la hermana de la última víctima, Helen Puttock, que pasó parte de la noche con ellos y los acompañó un tramo en taxi; aunque a partir de su descripción se realizó el primer retrato robot. El resto de los testigos estaba de acuerdo en que había dicho que se llamaba John. El apodo Biblia fue, como suele serlo casi siempre, un invento de la prensa

basado en que uno de los testigos recordaba vagamente haberle oído citar las Escrituras (aunque no estaba muy seguro). Pero la posibilidad de que lo hubiera hecho, unida a la descripción de un hombre educado, correcto y tan relamido como para citar los salmos, dio con el nombre «John Biblia», y esa fue la otra razón de peso para descartar a Johnny Clyde. No encajaba con un asesino como John Biblia la temeridad de presentarse con su verdadero nombre.

Los periódicos de la época los habían catalogado de «crímenes salvajes». Las tres víctimas tenían la menstruación. En un análisis de lo más simplista, este aspecto llevó a los investigadores a pensar que de

algún modo eso irritaba al asesino; que era el mismo hecho de que tuvieran la regla lo que motivaba que acabaran muertas, quizá porque se negaban a tener sexo por esa razón, y eso lo enfurecía.



Scott Sherrington había revisado casi todo el material relativo a John Biblia. Cientos de policías habían terminado trabajando en aquel caso, pero era un hecho que a finales de los sesenta la recogida y

custodia de pruebas no era el fuerte de la policía escocesa, ni de la de ningún lugar. Los restos biológicos no se habían conservado debidamente en un tiempo en el que realizar un análisis de ADN era menos probable que viajar a la Luna. Los pocos objetos recuperados habían permanecido años abandonados y mohosos en el sótano de «La Marina» hasta que, al cierre de aquella comisaría, fueran trasladados a las oficinas del DIC de Edimburgo a seguir criando moho. Por suerte había fotos. No eran magníficas, pero Scott Sherrington las había estudiado al milímetro y lo que había visto en ellas trascendía bastante más allá de los crímenes violentos, salvajes e irracionales que aparentaban ser a primera vista.

Entre el anárquico caos que reinaba en las escenas de los crímenes, con los objetos de los bolsos desperdigados a veces más cerca, a veces más lejos de los cuerpos, sin ningún sentido, Scott Sherrington había hallado el ritmo, la cadencia. Todo aquel desbarajuste escondía una intención, una búsqueda, la de un objeto: una toalla sanitaria, una compresa o un tampón. A pesar del desorden reinante habían aparecido cuidadosamente colocados bajo la espalda o en las axilas de las víctimas, de un modo tan estudiado que para un ojo no entrenado era simplemente aleatorio. Nadie se percató hasta la tercera víctima.



 A Scott Sherrington no le gustaban las leyendas del crimen, jamás iba a alimentarlas, pero había algo que le fascinaba en John Biblia y tenía que ver con haber descubierto que tenía un propósito. Que las tres

estuvieran menstruando en el momento en que fueron asesinadas no podía ser una casualidad. Noah era consciente de que, en los ochenta, igual que en los sesenta, la menstruación era, para la mayoría de los

hombres de la época, un impedimento transitorio para tener relaciones sexuales esos días en que las esposas estaban doloridas e irritables y, en algunos pocos casos, la garantía de soslayar un embarazo.

Había una cosa en la que el detective Gibson tenía razón: Noah Scott Sherrington creía que John Biblia seguía vivo y que seguía matando, pero también estaba seguro de que en aquellos catorce años había evolucionado lo suficiente como para ser consciente de los avances de la ciencia forense. Cualquier delincuente sabía que un cadáver era un testigo y que, con los medios con los que se contaba en 1983, las huellas, los restos y los indicios que dejó desperdigados alrededor de las tres mujeres que asesinó en 1968 y 1969 habrían llevado muy probablemente a detenerlo.

DOLORES REDONDO - "Esperando a la tormenta" - (2022)


Imágenes: Elisa Anfuso

lunes, 18 de agosto de 2025

LOS TIEMPOS ESTABAN CAMBIANDO


Los tiempos estaban cambiando. La cultura había entrado en la 
constelación de Acuario. Comenzaba una nueva era en la que había que cumplir con la obligación de ser dichosos a toda costa. En un barrio de San Francisco de California alguien había abierto la jaula y la fuga acababa de convertirse en una estética. Primero fueron los beatniks, nueva orden de mendicantes que llevaban en la mochila el evangelio de Jack Kerouac En el camino, e hicieron filosofía del hecho de no parar nunca de andar, devoradores insaciables de carreteras, de paisajes con gasolineras abandonadas y moteles perdidos. Años después, de sus botas putrefactas germinaron los hippies con las flores, el amor libre y el  pacifismo. En Liverpool comenzaron a cantar los Beatles. Bandadas de chicos y chicas dulces y silvestres tomaron posesión de la Vía Láctea para convertirla en una simple discoteca donde se rascaban el aura hasta el amanecer. Sucesivas oleadas de jóvenes vistiendo harapos magnéticos levantaron el vuelo, unos hacia el Machu Picchu, otros a Picadilly Circus, otros a la isla Elefantina, otros a las faldas del Himalaya, otros a Ámsterdam, donde el ayuntamiento les había dejado el caserón de una iglesia neoclásica rebautizada con el nombre de Paradiso para que bailaran. Durante esos años de jubileo, las aves migratorias venían huidas llevando una flauta de indio en el pico para tocar «El cóndor pasa» en las plazoletas iniciáticas.



Esa música sonaba todavía muy lejana. El contagio apenas llegaba a Madrid. Pero bajo el presagio de esos vientos que se iniciaron en una Ibiza bohemia, la dictadura franquista comenzó a freírse como un pez podrido en las sartenes de las guitarras eléctricas. También se estaban pudriendo ya las noches de Ava Gardner en las que los señoritos y los flamencos fueron sustituidos por otra clase de venados nocturnos. Las primeras bandadas de tribus urbanas todavía inocentes discurrían por distintas partes de la ciudad y ponían de moda transitoriamente el abrevadero donde se paraban a beber. Madrid comenzó a llenarse de sótanos de música y, en ellos, esta liturgia de agarrar la felicidad por el rabo tenía sus propios sacerdotes, cada uno de un rollo, cada uno de una secta propiciada por una clase distinta de semillas.

MANUEL VICENT - "Ava en la noche" - (2020)


Imágenes: Sthenjwa Luthuli

sábado, 16 de agosto de 2025

PROMÉTEME QUE ALGUNA VEZ IRÁS AL TEATRO

 


Cuando terminó su periodo escolar y la mandaron a otra granja, muy lejos de su casa, Marie era pocos años mayor que Heinrich. Todo el estudio había sido en vano; en vano habían sido los deberes que hacía con aplicación tras las largas jornadas en el campo, sentada a la mesa de la cocina y empeñada en pasar a limpio las frases con esmerada caligrafía o en alinear pulcramente las columnas numéricas mientras se le cerraban los ojos de cansancio. De nada habían servido los elogios de la maestra, pues los padres no se habían presentado en la escuela ni una sola vez, a pesar de que la simpática señorita Pühringer había entregado a Marie por lo menos tres cartas rogando a sus progenitores que se personaran en el colegio. Al padre el motivo de la invitación simplemente le traía sin cuidado, puesto que la decisión de que ninguna de sus hijas permanecería escolarizada ni un solo día más de lo establecido por la ley estaba tomada.

La única que se interesaba por sus vivencias escolares era la abuela, que residía en la casita de los ancianos, al otro lado del patio. Marie desconocía su edad; desde que tenía uso de razón, la mujer vivía con su perro pastor en aquella pequeña morada. «Berti y yo todavía podríamos trabajar perfectamente, pero qué le vamos a hacer si no nos dejan», decía a menudo, mirando con aire pensativo por la ventana, hacia la casa donde había vivido antes, ahora habitada por su hijo y la familia de este.



Marie quería a su yaya, que no ocultaba que ella era su niña del alma.

Todas las veces que podía se escabullía hacia la casa de la anciana, que siempre le tenía guardado un trozo de pan o, esporádicamente, incluso un pastel, se sentaba con ella a la mesa de la cocina y le hablaba. El padre, en cambio, sostenía que la abuela ya no estaba muy bien de la cabeza y que desde que había muerto el abuelo contaba cosas raras. 

—¿Cómo te va en la escuela? —solía preguntar la yaya apenas su nieta entraba a hurtadillas, y Marie le recitaba con orgullo la tabla de multiplicar o le leía la tarea de redacción, bajo la cual la maestra había escrito "Excelente".

—Algún día te marcharás a la ciudad, Marie, y vivirás en una bella casa. Comerás en un sitio fino e irás al teatro —le decía entonces la yaya, y le ataba cintas de colores a las trenzas.

Marie lo recordaba como si hubiese sucedido ayer: aquella noche calurosa al día siguiente de su duodécimo cumpleaños. La abuela se había ceñido un mandil limpio, había enroscado su larga y delgada trenza en un moño arreglado y había cruzado el patio en dirección a la casa de su hijo. La familia estaba cenando; Marie, a través de la ventana, vio acercarse a la yaya. El padre le abrió la puerta y la hizo pasar con ademán vacilante.

—¿Qué pasa, madre?



Fue todo su saludo. El resto de la familia permaneció sentado en la cocina, sumergido en un silencio absoluto y estirando las orejas.

—Tienes que dejar que Marie siga yendo a la escuela —dijo la anciana a su hijo con gesto decidido.

El hombre se rio una sola vez y gritó en dirección a la cocina:

—¡Al establo, hijas! Toca limpieza.

Marie y sus hermanas atravesaron furtivamente el pasillo, sorteando al padre y a la abuela sin osar levantar la mirada. Una vez fuera, el padre dio un portazo, y por mucho que Marie se esforzara no fue capaz de entender las palabras que los dos pronunciaron en el interior de la casa.

Al cabo de tres semanas, la madre le preparó un hatillo con dos bragas, unas medias y un delantal azul, y el padre la despertó antes de la salida del sol. La madre estaba en la cocina, con la cara arrasada en lágrimas, y le pasó a Marie de matute un chusco de pan, que ella rápidamente escondió bajo el mandil.

—No nos deshonres —había dicho la madre, limitándose a rozarle brevemente la cabeza. Ningún abrazo, ni siquiera una palmadita; un poco como el cura al término de la confesión.



Cuando salió al patio, vio a la abuela de pie en el umbral de su casita.

Parecía menuda y muy vieja, el perro estaba sentado a su vera, inmóvil, como si se tratara de un animal disecado. Marie cruzó el patio corriendo, se echó a los brazos de su yaya, se aferró a ella y hundió la cara en su bata.

—Vete, niña. Y prométeme que alguna vez irás al teatro. —La abuela la apartó de sí y le cogió la cara con sus manos cálidas y ásperas—. Prométemelo.

—Sí, yaya, te lo prometo.

Ya sentía la mano del padre en su brazo. Esperando un golpe, se puso completamente rígida, pero el hombre solo tiró de ella con suavidad diciendo en voz baja:

—Venga, no hagas tanto drama.

Luego, en una marcha de media jornada, la llevó a un gran caserío. A Marie le dolían los pies y le crujían las tripas. A su llegada, la dueña le sirvió una sopa aguada y, seguidamente, la mandó al establo para que ayudara en el ordeño vespertino.

PETRA HARTLIEB - "Invierno en Viena" - (2017)


Imágenes: Janet Echelman

jueves, 14 de agosto de 2025

¡ES TAN DURO DORMIR SOLA!

 


Sonia volvía de un aburridísimo curso de gestión de nóminas cuando encontró la nota: «Me marcho, Sonia, te lo puedes quedar todo: la casa, el coche, los peces. Estás insoportable desde que has dejado de fumar». Sonia, con la nota en la mano, miró el enorme acuario: nunca le habían gustado los puñeteros peces. Y ahora ella tenía que cuidar del pez diablo azul de Kevin, del pez globo con cara de perro, del pez cirujano. Cojonudo. Para colmo de males, le habían cortado la línea de teléfono por impago. Había tenido un problema con el consumo de datos. Adiós, WhatsApp. Se quedaba offline. Fuera del mundo. Sin teléfono, hoy día, estás muerto. Recordó la canción de Robe Iniesta, Locura transitoria: «Se mete en mi cabeza / se enciende dentro / un puto rayo que no cesa». Sonia pensó en lo fácil que es descentrarse, a veces.

   Entonces lo decidió. Ya no tenía nada que perder. Con la marcha de Kevin ya lo había perdido todo. Llevaba años buscando trabajo, sin éxito. Había echado mil ochenta y cuatro currículum, sabía la cifra exacta porque los había contado, para trabajar como auxiliar administrativa por menos (cada vez menos) de mil euros en la recepción de hoteles, despachos de abogados, fábricas, almacenes, tiendas de ropa y todo tipo de empresas. Y nada. Al país le sobraban administrativos. Desde que perdiera su trabajo en la antigua Caja de Ahorros de Madrid, renombrada, quebrada e intervenida casi en el mismo acto, no había conseguido recolocarse. Y de eso hacía ya cuatro años.



   Había conseguido algún trabajo esporádico, nada del otro mundo, que no le había servido para mucho. El mejor, como asistente personal del detective privado Méndez. Fue el más divertido y le hizo darse cuenta de lo fácil que es, a veces, resolver los problemas de otros. Pero a Méndez, que era buen tipo en general, le gustaba contratar a becarias guapas, con buenas piernas, y nadie duraba en su despacho más de dos meses. Así que ella, Sonia Ruiz, tampoco lo había hecho.

   Dos meses de contrato por obra y fuera, otra chica con buena predisposición ocuparía su mesa barata de Ikea, le prepararía el café a Méndez y sería testigo de todos los chismes de su extraño trabajo. Una verdadera lástima. A Sonia le había gustado trabajar con Méndez; mientras lo hacía se dio cuenta de que tenía más aptitudes de las que creía, y hasta le había ayudado a resolver, con éxito, varios casos.

   La mayoría de los casos que había conocido en el despacho de Méndez habían sido investigaciones sobre infidelidades. Un hombre o una mujer preocupados acudían al despacho del detective para saber si su esposa o su marido le era infiel; Méndez los seguía y, a veces, pedía a Sonia que lo acompañara. Casi siempre eran culpables.



   Él solía decirle que no le gustaba hacer «el trabajo de campo» solo y que ella le caía bien porque le recordaba a la detective Sonya Cross, miembro del departamento de policía de El Paso en la serie de televisión The Bridge. Por recomendación de Méndez, que le prestó los DVD originales, Sonia vio las dos temporadas de esa serie, con Kevin, y ambos bromeaban sobre la curiosa coincidencia de que ella también se llamara Sonia y que, además, llevara como apellido el mismo que el compañero accidental de Sonya Cross, el detective Marco Ruiz, investigador de homicidios de la policía estatal de Chihuahua.

   Pero aunque Sonia le caía bien a Méndez y él le caía bien a Sonia, la cosa no duró porque no podía durar. Méndez era un tipo listo, buen conocedor de la ley de la oferta y la demanda, y no podía pagarle mucho tiempo un sueldo a Sonia, sabiendo que tenía a mucha gente dispuesta a hacer su trabajo gratis, tan solo por ampliar currículum.

   Sonia estaba casi sin dinero, Kevin siempre fue un manirroto y de pronto recaían sobre ella más cargas de las que podía afrontar. La hipoteca de su piso de Getafe, la comunidad, la luz, el coche, los peces, vivir. ¡Es tan horriblemente caro vivir! Kevin se había marchado y Sonia sabía que no volvería. Había ocurrido lo que más temía desde la muerte de su padre: se había quedado sola. Sufría una ansiedad terrible desde que había dejado de fumar. Se pasaba el día comiendo pistachos y había engordado nueve kilos. Se veía al borde del abismo.



   Y ahora, encima, las noches sola. ¡Es tan duro dormir sola! Sola y sin un jodido euro. Sola para todo. Sola con sus canciones de Robe. Solo le quedaban las letras de Extremoduro y la enfermedad de su madre. «No sé qué haría sin ti, hija», solía decirle ella, y a Sonia, claro, se le partía el corazón al escucharlo. Esas eran exactamente sus palabras, todos los días y todas las noches, «No sé qué haría sin ti, hija». Lo decía siempre que ella le daba dinero, que era con cierta frecuencia.

   Así que no dudaría en hacer lo que tuviera que hacer: si era necesario, no le importaba, incluso, vivir al margen de la ley. Ya que no encontraba trabajo, se inventaría uno, ella siempre había sido una chica lista, eso le decía su padre, «chica lista», y ella lo había demostrado. La primera de su promoción, siempre la número uno, y ahora, a sus treinta y tres años, no le servían para nada todas sus matrículas de honor. Mierda de matrículas de honor. Toda la vida estudiando para nada. Una carrera de Filología y dos másteres. Y sin curro porque no había trabajado fuera, si no trabajas en el extranjero un par de años no te quieren en ningún sitio porque presumen que tu nivel de inglés es patético. Y el nivel de inglés de Sonia era, efectivamente, patético.

LORENZO SILVA Y NOEMÍ TRUJILLO - "Nada sucio" - (2016)


Imágenes: Millo

martes, 12 de agosto de 2025

NO PUEDO PROBAR NADA CON ESTAS COSAS

 


Falta poco más de una semana para que deje el trabajo y forme parte de un jurado. Voy a entregar unos papeles a la nueva jefa del departamento de inglés y tengo que pasar por delante de la puerta azul de tu despacho. Está abierta, a pesar de la placa que anuncia que es una puerta de incendios y que debe permanecer cerrada. El despacho está vacío. Pero descubro algo que me detiene, la respiración se me acelera, estoy nerviosa porque en cualquier instante aparecerás en el pasillo. Aun así, tengo que mirar.

     Sólo yo reconocería como un minialtar la colección de objetos depositados encima de tu archivero. ¿Tienes pensado usarlos para un extraño ritual vudú? Un sobre con mi letra dirigido a ti que debe de haber contenido un aburrido impreso administrativo para posgraduados. Una taza de café amarilla con dibujos de margaritas naranjas y verdes; yo la usaba todas las mañanas hasta que desapareció hace un mes; no la has limpiado. Un recipiente de plástico del yogur de fresas que a veces llevo al trabajo, veteado con los vestigios ahora marrones de lo que no pude raspar del envase. No entiendo cómo lo has conseguido. Un tubo vacío de la crema de manos que siempre tengo en mi mesa. Folletos y revistas de fotografía para aficionados. Algunos papeles desechados de una reunión, con garabatos de los tulipanes que siempre hago.

     110. Dicen que hace falta un promedio de 110 incidentes de acoso para que una mujer vaya a la policía. Me digo que en absoluto estoy cerca de 110, aunque me pregunto si eso depende de cómo los cuenten.



     ¿Cada objeto encima de tu archivero cuenta como un incidente? En realidad, probablemente no cuentan para nada. Parecería una idiota si aludo a ellos y tú puedes explicarlo todo para que yo parezca una paranoica y una estúpida. Prácticamente oigo tu risa de complicidad ante la total insensatez de una acusación semejante.     

       ¿Cada hombre que se olvida de lavar una taza de té debe comparecer ante el comité universitario contra el acoso?

       ¿Soy el único que se ha llevado por error la taza de té de otra persona? Culpable del cargo. Pero si ella quería que se la devolviera podría habérmela pedido. No sabía que fuera suya.

       Escribiré a los servicios de limpieza una carta formal de disculpa por mi negligencia al no tratar de un modo responsable los residuos de comida.

       Admito que me sonrojo por lo de la crema de manos, pero es invierno y a los hombres también se nos reseca la piel.

       Reconozco que debería haber desarrollado un método mejor para reciclar sobres y papeles. Llévenme ante un tribunal competente. Castíguenme con un programa de educación permanente.

     No voy a ninguna parte denunciándolo. No puedo probar nada con estas cosas.

CLAIRE KENDALL - "Sé dónde estás" - (2014)


Imágenes: Carol Long

sábado, 9 de agosto de 2025

ARTE Y REALIDAD CARECÍAN DE PUNTOS EN COMÚN


A los veinticinco años lancé por la borda mis estudios universitarios para dedicarme al periodismo —⁠ésa fue la justificación aparente⁠—, pero en vez de aclararme me confundí aún más. Sustituí de mi biblioteca las novelas sofisticadas y los poemas herméticos por ensayos de filosofía e historia: la situación del país requería ese esfuerzo y aunque mi indignación por lo ocurrido persiste, y en cuanto puedo no ahorro las críticas más lacerantes, mi compromiso no pasó de ahí. El día que cumplí veintiséis años, y aprovechando la celebración del cumpleaños, mis padres me reconvinieron sobre la inviabilidad económica de mi proyecto de vida, les contesté, bastante ofendido, que había comenzado a colaborar en distintos periódicos, y argüí, de forma algo dramática, que arte y realidad carecían de puntos en común, es más, se repelían. No sé por qué dije eso, pero lo cierto es que surtió el efecto deseado y jamás volvieron a inmiscuirse.

   Justamente gracias a mis colaboraciones en prensa conocí a la directa culpable de que tomara más en serio la creación literaria; entablé amistad con Clara Millán.



  A Clara —⁠mediana edad, muy atractiva y bien conservada, solvente aura de decisión⁠— confié mis relatos secretos, relatos que leyó con sumo interés, corrigió sus más perversos estilemas y prometió publicarlos en la editorial a la que pertenecía como lectora pero también como directora de la colección literaria y principal accionista.

   Por mucho que yo lo intentara en una época, Clara nunca quiso mezclar nuestra relación intelectual con los asuntos epidérmicos, y no es que no lo pensara alguna vez —⁠estoy seguro de que sí⁠—, pero es que su elegancia moral le impedía, y le impide, aprovecharse de su relevante posición para alcanzar objetivos de ese tipo: Clara busca sus preferencias sentimentales en otros sectores profesionales por lo que resulta imposible, siendo escritor o artista plástico, traspasar los límites de su dormitorio.

   Clara también fue, de alguna manera, la culpable de que Mario Pineda me enviase su novela con la dedicatoria que les referí antes, y de que, meses después, Catrina y yo perdiéramos la cabeza de nuestros hombros; y lo fue porque sin su insistencia para que le acompañara aquella noche a la exposición de Lidy Prati, nunca hubiera conocido a la fatal pareja. A decir verdad, una amistad que se exhibiría, durante más de un año, como una alhaja montada con suma delicadeza y meticulosidad, un centro órfico.

ALFREDO TAJÁN - "El pasajero" - (1997)


Imágenes: Alfonso Ponce de León