Desapegos y otras ocupaciones.

jueves, 2 de enero de 2025

ESE SONIDO EMBROLLADO Y METÁLICO


Cuando nos dijeron que nuestra solicitud para ir a los Estados Unidos había sido aceptada, lloramos durante toda la noche, sosteniéndonos las rodillas y el cabello unas a las otras. Yo sabía pocas cosas acerca de los Estados Unidos. Sabía que a veces le llamaban América, a pesar de que América era también el nombre de nuestro continente. Sabía que todo sería limpio. Todo estaría organizado. ¿Pero cómo íbamos a empezar una vida sin Papá? No quería alejarme más de Papá, pero tampoco quería quedarme.

   Nos fuimos muy temprano al aeropuerto de Caracas, llenas de miedo, pensando que hasta esto nos lo quitarían. Todo parecía un milagro: el agente de viajes entregándonos nuestros boletos, el oficial de inmigración sellando nuestros documentos, el vuelo que no se canceló, el avión que no se cayó del cielo, nuestra llegada a Miami, el perro antidrogas que no nos ladró, la migración de Estados Unidos que no nos deportó, e incluso, cuando cruzamos la salida de la aduana, el hecho de que nadie nos siguió, nadie nos cuestionó, nadie obstaculizó nuestro paso. Debería haber deseado que nos regresaran, porque eso significaría que estaríamos en casa para cuando liberaran a Papá. En cambio, cada fibra de mi ser quería escapar, escapar y sobrevivir, y me di cuenta de que era una cobarde no solo cuando se trataba de Petrona, sino también cuando se trataba de Papá. Había americanos por todas partes: formando filas, preguntando la hora, arrastrando maletas, verificando las llegadas y las salidas. El aeropuerto era un gran murmullo de inglés americano, ese sonido embrollado y metálico.



   En el aeropuerto de Miami a Cassandra y a mí nos tocó encontrar el área de reclamo de equipaje. La azafata que venía con nosotras desde Colombia nos dijo que habría un letrero colgando del techo y que todo lo que tendríamos que hacer era seguirles la pista a los letreros. Dibujó la señal en una servilleta para que estuviéramos seguras. Trazó con tinta negra un círculo y adentro dibujó un maletín. No encontramos la señal por ningún lado, y Mamá no quería que le preguntáramos a nadie porque no quería llamar la atención. Cassandra recorrió el pasillo del aeropuerto de arriba abajo, sosteniendo la servilleta en el aire con sus dedos temblorosos, comparando el dibujo de la azafata con cualquier signo que veía. Finalmente encontramos nuestro rumbo. Era mi responsabilidad recordar las palabras Committee for Refugees and Immigrants y las siglas uscri porque eran ellos quienes irían a buscarnos. Repetía la frase en voz baja y justo cuando íbamos a reclamar nuestro equipaje el hombre del comité se acercó a nosotras con un papel en la mano en donde aparecía nuestro apellido —era evidente que solo nosotras éramos las refugiadas, que solo nosotras nos veíamos débiles, cansadas y aterrorizadas—, e, incluso cuando se presentó, alcé la voz y pregunté: «¿Committee for Refugees and Immigrants? ¿uscri?».



   El hombre era colombiano, como nosotras, y su nombre era Luis Alberto. A su esposa también la habían secuestrado. Nos aferramos a este hombre en cuyo rostro resonaba un eco de nuestra cara, que hablaba con un eco de nuestra voz. Estábamos colgadas a sus brazos cuando nos llevó a nuestro cuarto del hotel. Luis Alberto nos alquiló una película, puso nuestras maletas en un maletero y nos programó la alarma del reloj para el siguiente día. Pero no estábamos en condiciones de disfrutar de nada. Qué raro era estar en un lugar con paredes. Se me había olvidado lo silencioso que podía ser. No había niños llorando, ni se escuchaban peleas, ni se escuchaba el viento amenazando con tumbar la carpa. Luis Alberto nos pidió que descansáramos, que volvería temprano en la mañana para llevarnos al aeropuerto. Mamá apagó el aire acondicionado. Yo tomé agua sin hielo. Ninguna nos pusimos piyamas. Yo dormí sin almohada.

INGRID ROJAS CONTRERAS - "La fruta del borrachero" - (2019)


Imágenes: Mike Kelley

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