Tim Holt, un editor del que X se había hecho amiga aquel año, era el único parroquiano del Big Bar que no acababa de encajar allí. Llegaba cada viernes a las cinco para tomarse sus tres martinis de costumbre mientras leía una pila de manuscritos. A aquellas horas, el bar estaba casi vacío; lo bastante en silencio para leer durante una hora, luego lo bastante bullicioso para distraerlo de todas esas páginas de pura desesperación. Holt se fijó en los libros que llevaba X en el bolsillo trasero del pantalón y empezó a llevarle ejemplares de New Directions, la editorial donde trabajaba; regalos que ella correspondía con bebidas más cumplidas y sirviendo el sobrante en un vaso de chupito. Hablé con Holt por teléfono, ya que se había jubilado y trasladado al Territorio Occidental.
«Le diera lo que le diera el viernes, a la siguiente semana ya se lo había leído —me dijo—. Recuerdo que le encantaron Kay Boyle y Borges, y, aunque siempre tenía algo que decir, nunca comentaba obviedades… En aquella época, yo estaba muy quemado, pero empecé a esperar con ganas los viernes, nuestras charlas».
Una semana, Holt llegó muy alicaído; habían pasado meses desde la última vez que había contratado un manuscrito y lo que había publicado aquel año no había ido bien. El problema era el propio sector, dijo, la queja más común de quienes lo conforman. Se quejó de la estupidez de los libros de consumo de masas, de la cantidad de manuscritos sosos, del misterio de que lo que vende no suele ser bueno y lo que es bueno no suele vender.
«Entonces Clydelle se inclinó sobre la barra y dijo: “¿Y por qué no escribes tú uno? Escribe uno que sea bueno y que venda”. ¡Ja! Parecía que lo decía de broma, pero no era de las que bromeaban. Era como recibir consejo de una alienígena: escribe un libro, punto. Como si los libros estuvieran esperando en la cabeza de uno, sin más, esperando a que los deje salir. En todo caso, no me hice ilusiones tontas, los escritores son gente pocha. La literatura no se escribe por el contenido. ¿Por qué tengo que sufrir yo escribiendo cuando leer es mucho más agradable?».
Holt siguió desarrollando la hipótesis que tenía sobre la escritura, la idea de que intentar traducir ideas y sentimientos a una historia y al lenguaje es antinatural, quizá incluso venenoso. «Los pensamientos no encajan bien en las palabras», dijo, y ahí reconocí yo la razón que había esgrimido X a menudo para explicar por qué ya no escribía libros, pero en 1972 X seguía creyendo que escribir un buen libro debería ser una tarea sencilla, que si Holt era capaz de reconocer un buen texto debería ser capaz de producirlo.
«Le dije que no era habitual que los editores publicaran en su sello», dijo Holt.
Usa un seudónimo, le propuso ella.
Como si eso resolviese el problema de escribir el maldito libro.
En realidad, es bastante fácil.
Bueno, pues, si tan fácil te parece, te agradecería mucho que te sacaras uno de la manga.
Vale.
Y, ya puestos, si no te importa, para el viernes.
Holt estaba seguro de que aquello se convertiría en una broma habitual entre ellos —la novela que Clydelle nunca escribiría—, algo sobre lo que preguntarle cada viernes, algo imposible.
Dos días más tarde, X se presentó en el ático de Oleg con una máquina de escribir y una resma de papel. Se adueñó de uno de los dormitorios de invitados, le pidió al cocinero que dejara una jarrita de café a las siete de la mañana, cuatro ciruelas a las doce del mediodía, la cena a las seis y dos copas de brandi a las ocho. Necesitaba cuatro días, le dijo a Oleg; estaba escribiendo un libro del tirón y quería que la dejaran en paz.
«Hacía todo lo que se proponía —me dijo Oleg el año siguiente—. Tenía una fuerza, una determinación tremendas. No me sorprendió nada que saliera de la habitación con el manuscrito terminado. Ni lo más mínimo».
CATHERINE LACEY - "Biografía de X" - (2023)
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