Antes de Nina no había nada. Stella está convencida de que su cara fue lo primero que vio en su vida, al menos que ella recuerde. La madre les cuenta que Nina se pasaba todo el día asomada a la barandilla de la cuna de Stella.
Stella tardó mucho tiempo en distinguir a su hermana de sí misma. Creía que Nina era ella o que ella era Nina o que eran una sola persona, un solo ser. Durante años creyó que la sangre que les corría por las venas estaba conectada de alguna manera, que, si ella se cortaba, seguro que a Nina le saldría sangre por alguna parte.
Tiene un recuerdo muy claro de un día en el que Nina la levantó para que se viera en el espejo de la habitación que compartían hasta que Stella se fue de casa (aunque era la menor, fue la primera en irse). Aquel día hacía calor.
Iban las dos en pantalones cortos, así que tenía que ser verano. Un festivo tal vez. Tiene la idea de que oía el zumbido de aviones a lo lejos, que cruzaban el cielo de la ciudad, y un suave murmullo de una multitud en alguna celebración en los Meadows. Pero es posible que eso se lo imaginara después.
Nina la agarró por las axilas y se la acercó al pecho. La piel de Nina contra la suya le dolió como el pellizco de la tortura china. A Nina le costó un gran esfuerzo levantarla del suelo —Stella ya era casi tan alta como ella—, tuvo que tirar fuerte de ella y soportar su peso.
Stella vio aparecer la curva de otra frente en el cuadrado de plata del espejo y de repente había dos caras en el cristalino mundo invertido que tenía delante. La impresión fue tremenda. Eran casi iguales, pero no del todo. La de Nina, más estrecha, más afilada; el pelo, a la lengua bífida del sol de verano que se colaba por la alta ventana, tan ligeramente rojizo como siempre.
MAGGIE O'FARRELL - "La distancia que nos separa" - (2004)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.