Entré al quiosco. Su dueño se llamaba Néstor. Con gruesos carrillos y perilla blanca tenía aspecto de tenor. Yo no podía imaginármelo en un lugar distinto a los ocho metros cuadrados de su tienda, sin su batería de publicaciones, coleccionables y cromos, sin la chirriante puerta de entrada y la cortina que separaba una misteriosa trastienda o almacén donde jamás dejaba atisbar a nadie. Normalmente, solo nos veíamos en su quiosco. Si, por circunstancias, me lo encontraba en el centro o en el cine, ambos teníamos la sensación de no hallarnos en nuestro debido sitio.
Néstor era un infatigable lector de periódicos y novelas policíacas. «Los periódicos los leo como un ejercicio de ficción —me dijo una vez, y no bromeaba—; las novelas, como una aproximación a la realidad».
Nunca antes me había fijado en su estantería de novelitas rosas, pero ahora, sugestionado por los comentarios de Matilde Montenegro, reparé en sus chillonas portadas.
—No sabía que vendieras novelas románticas, Néstor.
—Desde la crisis, es lo único que se vende.
—¿Has leído alguna?
—Son demasiado procaces para mí.
—¿Quién las compra?
—Monjas, juezas…
—¡Estás de coña!
Sonrió con aquel gesto suyo de atrincherada inteligencia y me señaló un estante. Había tres títulos de Rosal de Luna. El que llamó mi atención exhibía en su cubierta un fotomontaje de dos amantes semidesnudos en medio de una jungla de rascacielos. Letras plateadas titulaban en sobrerrelieve: «Promesas de neón».
—¿Cuánto vale? —Lo saqué del estante.
—Once euros.
—¿Y cuántas has vendido?
—¿De Rosal de Luna? En lo que va de mes, más de cincuenta.
—¿Tantas monjas y juezas hay en el barrio?
Compré Promesas de neón, los periódicos, un portaminas, un par de revistas y mis caramelos de menta y miel para la garganta. Néstor lo metió todo en una bolsa de plástico de pésima calidad, junto con una barra de regaliz y unos chicles de regalo. Como no había almorzado, y previsiblemente no merendaría con Ana María hasta las seis o las siete de la tarde, fui a gastarme el resto del billete de cincuenta euros a la taberna de El Gato.
JUAN BOLEA - "Los viejos seductores siempre mienten" - (2018)
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